Un gran crimen de los intelectuales españoles
Una lección de alarma y escarmiento
Autor: Constancio Eguía Ruiz
Editorial Difusión Avda De Mayo 1035 Buenos Aires; 125 páginas
Con las debidas licencias.
1938-2008: 70 años de su edición. CRUZADA DE LIBERACIÓN: 1936-9.
En el ex Colegio La Salle, Argüello, Ciudad de Córdoba.
I – De una revolución a otra
Como los grades cataclismos de una nación suelen obedecer a un y trastorno más o menos general de su propia literatura y enseñanza, es tentador indagar por qué pasos contados llegaron muchas plumas y cátedras españolas del siglo XIX a conducir la nación al borde del abismo. Y esa ruta desastrosa la descubrimos, con sólo señalar un carácter común, más o menos acentuado, a gran parte de los literatos e intelectuales españoles de nuestro siglo. Carácter que no fue otro, que su revolucionarismo bolchevizante.
Desde luego, ese carácter mismo no es más que la última consecuencia de la gran Revolución que agitó los pueblos desde fines del siglo XVIII. Aquella también, a su vez, era la consecuencia de una nueva doctrina política que desde mucho antes dominaba ya los espíritus de los llamados “intelectuales”, los cuales, en suma, pretendían definir las leyes todas de la vida pública sin la menor intervención divina. El Estado, según la doctrina de aquellos hombres, descansaba, como sabemos, en la libre voluntad del hombre mismo, no en el mandato de Dios. La autoridad, por consiguiente, no emanaba de arriba; surgía del pueblo mismo. Y la sociedad entera no tenía por fin cumplir por preceptos de la ley divina, sino satisfacer la voluntad arbitraria del hombre. Según la cual doctrina revolucionaria, estampada en los libros de los filósofos y de los enciclopedistas, los pueblos habrían de ser por fuerza esclavos de la opinión, es decir, de la masa. La libertad se impondría absolutamente, las constituciones y trabas históricas se concederían, las clases desaparecerían, y, en fin, todo se volcaría para someterlo al capricho humano y enajenarlo de Dios. Y he aquí ya la gran Revolución llamada francesa, acarreada por sus intelectuales… ¿Se quiere más la revolución que ese desplazamiento del poder de Dios en la sociedad?
Pero, decimos que esa revolución liberal, por su mismo principio teórico fundamental sustentado principalmente por catedráticos y escritores, o sea el racionalismo, ha conducido el mundo a esa actuación práctica, devastadora y universal que se llama comunismo. Veamos cómo.
En primer lugar; emancipada por completo la razón individual, como quería el racionalismo doctrinario, libre el hombre de pensamiento y libre de conciencia, ¿cómo había de sujetarse a nadie, ni siquiera para constituirse en pueblo orgánico y jerárquico, si ya no era que el poder y quien y quien lo poseyera, saliesen y dependiesen en absoluto de sí mismos, de su voluntad independiente, de la soberanía popular? Pues esa es también, precisamente, la base primera de todo comunismo, de toda revolución social: la elevación de la masa de un pueblo sobre la misma libre y rebelde voluntad humana, contra la orden de Dios.
Pero es que, además, consecuencia fatal y práctica de esa exaltación racionalista ha sido la abolición misma de la propiedad, o sea, el crudo comunismo. Porque ¿qué viene a ser la propiedad sino un privilegio de posesión otorgado por Dios a favor de algunos hombres, sea por nacimiento y herencia, sea por trabajo bien logrado, o por especulaciones afortunadas? Si, pues, el hombre no reconoce como obligatoria la ley divina en punto a la autoridad, o a la constitución y jerarquía social, ¿porqué ha de reconocerse ese privilegio en materia de propiedad? Si todo ha de venir abajo, Estado, leyes y constituciones viejas, ¿por qué no poner los bienes en común, y confiarlos a la masa del pueblo, es decir, a los representantes de la voluntad general?
Es más; hasta ese paso decisivo de la revolución social extremista, que es el predominio del cuatro Estado, de las masas obreras, tuvo su impulso primero, y a la larga irresistible, en aquella gran revuelta y enajenación de la mente contra todo orden impuesto por Dios. Hecho el pueblo verdadero árbitro de la superioridad, nada más natural sino que, a la corta o a la larga, el obrerismo “de blusa” y aún la hez del populacho se erija en la cumbre del poder, de los honores y del reparto. Ese ha sido, por lo menos, el intento de los extremistas en toda revolución social o política de cualesquiera pueblos, inclusa España.
Y así tenía que ser. Porque, al desplazarse el Poder de una clase social a otra, de las clases más privilegiadas a las menos afortunadas, los que intervienen siempre con más ardimiento y en masa más compacta son los obreros y proletarios. Y así desde aquella primera revolución libertaria, ellos son los que han tratado de imponer su voluntad desde afuera o desde dentro del Poder. Si antes no lo consiguieron, fue porque no tenían organizaciones fuertes, ni hombres preparados. Pero, avanzando con el tiempo la ideología de aquella primera revolución merced a la enorme propaganda demagógica, ha llegado, por fin, el día en que el predominio del cuarto Estado ha invadido la vida pública con extrema violencia, y con su séquito, más o menos controlado, de matanzas, sangre, depredaciones e incendios.
Todo ello, efecto de aquellas primeras predicaciones, disolventes de los derechos de Dios. Sustraídas las masas obreras a la religión y a todo respeto de la jerarquía, y convencidas de que pueden aplastar y sustituir a las otras clases que sustentaban el poder tradicional, ya sólo tratan de acabar con la propiedad y con las antiguas instituciones, para organizar la nueva sociedad sobre el hundimiento del régimen que llaman capitalista.
Esa es la revolución práctica comunista que tomó carta de naturaleza en Rusia. Y esa es la revolución que, con la ayuda de Rusia, ha querido implantar en España, el llamado “terror rojo” y la implacable dictadura proletaria.
II – Los fautores de una y otra revolución
Señalar aquí por sus nombres los fautores o antecedentes escalonados de una y otra revolución en el mundo, sería cosa interminable.
Por otro lado, respecto a Francia, todo el mundo sabe quiénes formaron aquella banda de sofistas impíos y mordaces, de cuyo fermento brotaron poco después los forajidos caníbales de la gran Revolución. Por sabios y geniales que se les quiera suponer en cuanto literatos, no es posible dejar de detestar a unos hombres como aquellos que dejaron tras de sí la abominable estela de los monstruosos más execrables.
Con razón exclama a este propósito el eminente polemista LUIS VEUILLOT: “¡VOLTAIRE, ROUSSEAU, DIDEROT, D´ALEMBERT, bellos modelos, magnífica colección, flor y nata de la Enciclopedia!” Mas pensemos que, treinta años más tarde, esos sonoros, esos VOLTAIRE, D´ALEMBERT, DIDEROT, ROUSSEAU, se llamarán por mal nombre MIRABEAU, BARRÈRE, DANTON, MARAT, ROBESPIERRE, Y COMPAÑÍA… Mirad bien a la cara a los enciclopedistas. Cada uno de ellos reaparecerá bajo los rasgos y facciones de algún revolucionario. Porque la pluma del libelista se ha transformado en el puñal de un asesino del Terror”.
Podrá afirmar aquí la psicología social que en las grandes revoluciones de los pueblos, el principal actor no es este o aquel hombre particular, por fuertes y resonantes que sean sus propagandas, sino el ambiente social, las ideas y sentimientos predominantes en la nación; esa especie de atmósfera pública, que poco a poco se va caldeando y enrareciendo, hasta que, llegando a su tensión máxima, estalla la tempestad y salen de su madriguera los reptiles que a favor de esa atmósfera se han criado, y que sólo son hijos legítimos y fruto natural de ella. Pero, en realidad de verdad, si no queremos incidir en un vago determinismo, hay que afirmar lo contrario. Los acontecimientos de la historia, por mucha que sea su magnitud y muy extenso que se ofrezca su alcance, tienen por causa eficiente a los hombres, a ciertos hombres; y muy en particular a ciertos escritores. Nada se hace sin el impulso y concurso de estas voluntades y estas plumas libres y eficientes. Y así, en ellos se puede ver venir y observar atentamente la trayectoria de las revoluciones.
Por lo demás es difícil reducir a un todo sistemático la doctrina de aquellos seudo filósofos incrédulos que abrieron cauce a la revolución galicana. Más que doctrina, se ha dicho con razón, lo que sostuvieron ellos finalmente a título de racionalismo científico, fue un verdadero caos de contradicciones flagrantes y de infamias vergonzosas. Su doctrina, en suma, se redujo a negar todas las verdaderas, a calumniar todas las virtudes, a enseñar todos los errores y a fomentar todos los crímenes. No tuvieron otro talento que el de la destrucción, que es talento de infierno. Y al quitar a sus adeptos la esperanza de los bienes eternos, no supieron asegurarlos en cambio los pocos goces de la vida presente.
Pero esta disolución y subversión total de ideas y sentimientos, añadido encima el fermento de la pasión antirreligiosa, sin la cual las revoluciones no pasan de diversiones intelectuales y retóricas, bastaron para comunicar el frenético vértigo de los espíritus en las clases directoras y dirigidas. Los pérfidos escritores habían envenenado con sus pomos de literatura el ambiente mismo de los salones, haciendo de cada conversación mundana una barricada más. “Hasta las lindas cabecitas empolvadas, como dijo PIERRE GAXOTTE, se embriagaron con las teorías que les harían luego rodar al cesto del verdugo”. Toda Francia era un hervidero de logias, de academias, de salones de lectura, de sociedades filosóficas, en ebullición de todos los odios y de todas las pedanterías. Y desde lo alto de los estrados descendió la agitación a la calle, llevando consigo la anarquía, la guerra, el comunismo, el terror, la quiebra, el hambre y todas las bancarrotas imaginables. Hasta que la dictadura napoleónica obligó a los doctrinarios y a sus discípulos aprovechados, a rendirse, y someter sus plumas y sus puñales a la espada del vencedor. Este el sino final de semejantes revoluciones, que el elemento armado tenga que reprimir violentamente, con los medios coercitivos que la sociedad o la sociedad o la reacción pone en sus manos, las consecuencias de las doctrinas demagógicas sembradas a voleo por teorizantes fanáticos.
En España hemos presenciado un desenvolverse del mismo drama espantoso. El intermediario próximo esta vez, como todos saben, ha sido Rusia.
Allí tomó hace tiempo carta de de naturaleza y ha derivado hacia el más grosero bolcheviquismo, la doctrina antisocial destructiva de CARLOS MARX, con la lucha implacable de clases y la absorbición de todas por el proletariado. Este judío alemán ha sido el gran profeta de esas inmensas utopías que han enloquecido a la masa del pueblo. La lucha de clases proclamada por los sindicalistas y revolucionarios es, en efecto, una noción marxista. También lo es el colectivismo, que debe seguir y coronar infaliblemente la lucha de clases.
Si, pues, tales teorías traen en su origen de la falsa filosofía del siglo XVIII y de la revolución política que recreada por ella, esta revolución actual tiene que reconocer también los mismos ascendientes. Y así es en efecto. Ascendientes es, por ejemplo, aquel ROUSSAEU que proclamando la bondad nativa del hombre, perfectible por naturaleza, con sólo que recobre su libertad y se sustraiga al envaramiento de la disciplina y de la jerarquía, puso la base, puso la base de todo socialismo, lo mismo manso que rabioso. Son también ascendientes del bolcheviquismo aquellas jacobinos impíos y sectarios, BABEUF, HÉBERT, MARAT, DANTON, que, aún reconociendo en teoría la propiedad, se mostraron sus adversarios encarnizados, más propicios siempre a repartirse el botín que a criar con el trabajo nuevas riquezas.
Ciertamente, el pueblo español, la masa del pueblo, a pesar de reconocer toda la gama de ascendientes, no ha sabido distinguir sino muy en confuso las doctrinas de uno y otro. Aun algunos de sus líderes, como llaman, o demagogos, no han sido hombres de ciencia y de ideas muy complicadas. En España el hecho comunista se ha descolgado con cierta espontaneidad salvaje y primitiva, como un dogma sencillo y elemental que debía imponerse a toda costa, y por cualesquiera medios, a nombre de una justicia semianárquica que cualquiera podía tomarse por sí mismo.
Ya el comunismo ruso no ha tenido precedentes ni se eslabona, en sus principios anarquizantes con ninguna especie de comunismo. Su doctrina disolvente y brutal no parece enlazarse con algunote los sistemas históricos. No puede, por supuesto, encontrar apoyo en el primitivo comunismo, cristiano, basado todo él en la caridad de Dios; no en la santa comunidad de las Ordenes religiosas, la cual también descansa en el divino amor. Ni tampoco tiene que ver semejante burdo sistema con la con la soñada confraternidad humana de PLATÓN, fundada en un sentimiento innato de bondad, o con las teorías utópicas de TOMÁS MORO, de CAMPANELLA o de MORELLI. Hasta el comunismo grosero de OWEN, que ataca la santidad de la familia, o el de FOURIER, que en nada suprime las diferencias sociales, se alejan mucho de ese actual y furioso colectivismo de LENIN, de TROTSKY y de STALIN. Este directamente tiende al sacrificio y aniquilamiento de las otras clases sociales, holladas bajo la plante del bolcheviquismo proletariado vencedor.
Júzguese, pues, lo había de ocurrir en la masa obrera de España, guiada por hombres sin ideario fijo, o, que aceptaban a grandes dosis el ideario ruso… Más que sistema alguno constructivo, lo que podía con razón temerse era el lanzamiento espantoso del inmenso ejército obrero contra el burgués, para declararle guerra sin cuartel, e imponerle el llamado “terror rojo”, o sea la implacable dictadura proletaria. Y ni siquiera la “dictadura”, sino el saqueo y el degüello universal, ejecutado a su placer por las hordas anárquicas; que este es el término natural adonde debe arribar, en cualquiera de sus formas, socialista, comunista, comunista o sindicalista, el caos proletario contemporáneo.
“Todo burgués esta condenado a muerte y debe ser ejecutado por todo buen comunista, donde quiera que se le encuentre”, exclama ZINOVIEF en Rusia. “Clase contra clase, tal es la situación verdadera”, escribe Pravda, órgano de los Soviets, “matar al burgués es un deber sagrado; no se habla con el enemigo, se le ejecuta”. “No tenemos nada que ver con la justicia, declara DJERJINSKI, el gran maestro de la Tcheka (KGB), para legitimar sus asesinatos; “somos el terror, y nuestra finalidad es aterrorizar a los enemigos de los Soviets”.
Cuando los pueblos se ciegan, esta fase del terror es el último despeñadero…
Sin embargo de eso, no sea crea que en España todos los dirigentes han caminado a ciegas, o que las mismas muchedumbres desatentadas no han bebido en la prensa maléfica la suficiente ponzoña para corromper y viciar a toda prisa sus ideas y sentimientos. Ante esta pestilencia de la letra impresa ha sido el tósigo venenosísimo que inficionará las fuentes de la cultura popular en España. Y bastaron pocos lustros para apestar aquella tierra con la corrupción comunista. Porque intelectuales, profesores, ensayistas, literatos y periodistas, excepción hecha de los mejores, parece se dieron cita durante el siglo veinte, para traicionar a la verdad, y prestar el concurso y ayuda de su pluma a la revolución que estamos combatiendo. (págs. 5 -14).
Editó Gabriel Pautasso
Diario Pampero nº 137 Cordubensis
VOLVER a la portada de Diario Pampero
Una lección de alarma y escarmiento
Autor: Constancio Eguía Ruiz
Editorial Difusión Avda De Mayo 1035 Buenos Aires; 125 páginas
Con las debidas licencias.
1938-2008: 70 años de su edición. CRUZADA DE LIBERACIÓN: 1936-9.
En el ex Colegio La Salle, Argüello, Ciudad de Córdoba.
I – De una revolución a otra
Como los grades cataclismos de una nación suelen obedecer a un y trastorno más o menos general de su propia literatura y enseñanza, es tentador indagar por qué pasos contados llegaron muchas plumas y cátedras españolas del siglo XIX a conducir la nación al borde del abismo. Y esa ruta desastrosa la descubrimos, con sólo señalar un carácter común, más o menos acentuado, a gran parte de los literatos e intelectuales españoles de nuestro siglo. Carácter que no fue otro, que su revolucionarismo bolchevizante.
Desde luego, ese carácter mismo no es más que la última consecuencia de la gran Revolución que agitó los pueblos desde fines del siglo XVIII. Aquella también, a su vez, era la consecuencia de una nueva doctrina política que desde mucho antes dominaba ya los espíritus de los llamados “intelectuales”, los cuales, en suma, pretendían definir las leyes todas de la vida pública sin la menor intervención divina. El Estado, según la doctrina de aquellos hombres, descansaba, como sabemos, en la libre voluntad del hombre mismo, no en el mandato de Dios. La autoridad, por consiguiente, no emanaba de arriba; surgía del pueblo mismo. Y la sociedad entera no tenía por fin cumplir por preceptos de la ley divina, sino satisfacer la voluntad arbitraria del hombre. Según la cual doctrina revolucionaria, estampada en los libros de los filósofos y de los enciclopedistas, los pueblos habrían de ser por fuerza esclavos de la opinión, es decir, de la masa. La libertad se impondría absolutamente, las constituciones y trabas históricas se concederían, las clases desaparecerían, y, en fin, todo se volcaría para someterlo al capricho humano y enajenarlo de Dios. Y he aquí ya la gran Revolución llamada francesa, acarreada por sus intelectuales… ¿Se quiere más la revolución que ese desplazamiento del poder de Dios en la sociedad?
Pero, decimos que esa revolución liberal, por su mismo principio teórico fundamental sustentado principalmente por catedráticos y escritores, o sea el racionalismo, ha conducido el mundo a esa actuación práctica, devastadora y universal que se llama comunismo. Veamos cómo.
En primer lugar; emancipada por completo la razón individual, como quería el racionalismo doctrinario, libre el hombre de pensamiento y libre de conciencia, ¿cómo había de sujetarse a nadie, ni siquiera para constituirse en pueblo orgánico y jerárquico, si ya no era que el poder y quien y quien lo poseyera, saliesen y dependiesen en absoluto de sí mismos, de su voluntad independiente, de la soberanía popular? Pues esa es también, precisamente, la base primera de todo comunismo, de toda revolución social: la elevación de la masa de un pueblo sobre la misma libre y rebelde voluntad humana, contra la orden de Dios.
Pero es que, además, consecuencia fatal y práctica de esa exaltación racionalista ha sido la abolición misma de la propiedad, o sea, el crudo comunismo. Porque ¿qué viene a ser la propiedad sino un privilegio de posesión otorgado por Dios a favor de algunos hombres, sea por nacimiento y herencia, sea por trabajo bien logrado, o por especulaciones afortunadas? Si, pues, el hombre no reconoce como obligatoria la ley divina en punto a la autoridad, o a la constitución y jerarquía social, ¿porqué ha de reconocerse ese privilegio en materia de propiedad? Si todo ha de venir abajo, Estado, leyes y constituciones viejas, ¿por qué no poner los bienes en común, y confiarlos a la masa del pueblo, es decir, a los representantes de la voluntad general?
Es más; hasta ese paso decisivo de la revolución social extremista, que es el predominio del cuatro Estado, de las masas obreras, tuvo su impulso primero, y a la larga irresistible, en aquella gran revuelta y enajenación de la mente contra todo orden impuesto por Dios. Hecho el pueblo verdadero árbitro de la superioridad, nada más natural sino que, a la corta o a la larga, el obrerismo “de blusa” y aún la hez del populacho se erija en la cumbre del poder, de los honores y del reparto. Ese ha sido, por lo menos, el intento de los extremistas en toda revolución social o política de cualesquiera pueblos, inclusa España.
Y así tenía que ser. Porque, al desplazarse el Poder de una clase social a otra, de las clases más privilegiadas a las menos afortunadas, los que intervienen siempre con más ardimiento y en masa más compacta son los obreros y proletarios. Y así desde aquella primera revolución libertaria, ellos son los que han tratado de imponer su voluntad desde afuera o desde dentro del Poder. Si antes no lo consiguieron, fue porque no tenían organizaciones fuertes, ni hombres preparados. Pero, avanzando con el tiempo la ideología de aquella primera revolución merced a la enorme propaganda demagógica, ha llegado, por fin, el día en que el predominio del cuarto Estado ha invadido la vida pública con extrema violencia, y con su séquito, más o menos controlado, de matanzas, sangre, depredaciones e incendios.
Todo ello, efecto de aquellas primeras predicaciones, disolventes de los derechos de Dios. Sustraídas las masas obreras a la religión y a todo respeto de la jerarquía, y convencidas de que pueden aplastar y sustituir a las otras clases que sustentaban el poder tradicional, ya sólo tratan de acabar con la propiedad y con las antiguas instituciones, para organizar la nueva sociedad sobre el hundimiento del régimen que llaman capitalista.
Esa es la revolución práctica comunista que tomó carta de naturaleza en Rusia. Y esa es la revolución que, con la ayuda de Rusia, ha querido implantar en España, el llamado “terror rojo” y la implacable dictadura proletaria.
II – Los fautores de una y otra revolución
Señalar aquí por sus nombres los fautores o antecedentes escalonados de una y otra revolución en el mundo, sería cosa interminable.
Por otro lado, respecto a Francia, todo el mundo sabe quiénes formaron aquella banda de sofistas impíos y mordaces, de cuyo fermento brotaron poco después los forajidos caníbales de la gran Revolución. Por sabios y geniales que se les quiera suponer en cuanto literatos, no es posible dejar de detestar a unos hombres como aquellos que dejaron tras de sí la abominable estela de los monstruosos más execrables.
Con razón exclama a este propósito el eminente polemista LUIS VEUILLOT: “¡VOLTAIRE, ROUSSEAU, DIDEROT, D´ALEMBERT, bellos modelos, magnífica colección, flor y nata de la Enciclopedia!” Mas pensemos que, treinta años más tarde, esos sonoros, esos VOLTAIRE, D´ALEMBERT, DIDEROT, ROUSSEAU, se llamarán por mal nombre MIRABEAU, BARRÈRE, DANTON, MARAT, ROBESPIERRE, Y COMPAÑÍA… Mirad bien a la cara a los enciclopedistas. Cada uno de ellos reaparecerá bajo los rasgos y facciones de algún revolucionario. Porque la pluma del libelista se ha transformado en el puñal de un asesino del Terror”.
Podrá afirmar aquí la psicología social que en las grandes revoluciones de los pueblos, el principal actor no es este o aquel hombre particular, por fuertes y resonantes que sean sus propagandas, sino el ambiente social, las ideas y sentimientos predominantes en la nación; esa especie de atmósfera pública, que poco a poco se va caldeando y enrareciendo, hasta que, llegando a su tensión máxima, estalla la tempestad y salen de su madriguera los reptiles que a favor de esa atmósfera se han criado, y que sólo son hijos legítimos y fruto natural de ella. Pero, en realidad de verdad, si no queremos incidir en un vago determinismo, hay que afirmar lo contrario. Los acontecimientos de la historia, por mucha que sea su magnitud y muy extenso que se ofrezca su alcance, tienen por causa eficiente a los hombres, a ciertos hombres; y muy en particular a ciertos escritores. Nada se hace sin el impulso y concurso de estas voluntades y estas plumas libres y eficientes. Y así, en ellos se puede ver venir y observar atentamente la trayectoria de las revoluciones.
Por lo demás es difícil reducir a un todo sistemático la doctrina de aquellos seudo filósofos incrédulos que abrieron cauce a la revolución galicana. Más que doctrina, se ha dicho con razón, lo que sostuvieron ellos finalmente a título de racionalismo científico, fue un verdadero caos de contradicciones flagrantes y de infamias vergonzosas. Su doctrina, en suma, se redujo a negar todas las verdaderas, a calumniar todas las virtudes, a enseñar todos los errores y a fomentar todos los crímenes. No tuvieron otro talento que el de la destrucción, que es talento de infierno. Y al quitar a sus adeptos la esperanza de los bienes eternos, no supieron asegurarlos en cambio los pocos goces de la vida presente.
Pero esta disolución y subversión total de ideas y sentimientos, añadido encima el fermento de la pasión antirreligiosa, sin la cual las revoluciones no pasan de diversiones intelectuales y retóricas, bastaron para comunicar el frenético vértigo de los espíritus en las clases directoras y dirigidas. Los pérfidos escritores habían envenenado con sus pomos de literatura el ambiente mismo de los salones, haciendo de cada conversación mundana una barricada más. “Hasta las lindas cabecitas empolvadas, como dijo PIERRE GAXOTTE, se embriagaron con las teorías que les harían luego rodar al cesto del verdugo”. Toda Francia era un hervidero de logias, de academias, de salones de lectura, de sociedades filosóficas, en ebullición de todos los odios y de todas las pedanterías. Y desde lo alto de los estrados descendió la agitación a la calle, llevando consigo la anarquía, la guerra, el comunismo, el terror, la quiebra, el hambre y todas las bancarrotas imaginables. Hasta que la dictadura napoleónica obligó a los doctrinarios y a sus discípulos aprovechados, a rendirse, y someter sus plumas y sus puñales a la espada del vencedor. Este el sino final de semejantes revoluciones, que el elemento armado tenga que reprimir violentamente, con los medios coercitivos que la sociedad o la sociedad o la reacción pone en sus manos, las consecuencias de las doctrinas demagógicas sembradas a voleo por teorizantes fanáticos.
En España hemos presenciado un desenvolverse del mismo drama espantoso. El intermediario próximo esta vez, como todos saben, ha sido Rusia.
Allí tomó hace tiempo carta de de naturaleza y ha derivado hacia el más grosero bolcheviquismo, la doctrina antisocial destructiva de CARLOS MARX, con la lucha implacable de clases y la absorbición de todas por el proletariado. Este judío alemán ha sido el gran profeta de esas inmensas utopías que han enloquecido a la masa del pueblo. La lucha de clases proclamada por los sindicalistas y revolucionarios es, en efecto, una noción marxista. También lo es el colectivismo, que debe seguir y coronar infaliblemente la lucha de clases.
Si, pues, tales teorías traen en su origen de la falsa filosofía del siglo XVIII y de la revolución política que recreada por ella, esta revolución actual tiene que reconocer también los mismos ascendientes. Y así es en efecto. Ascendientes es, por ejemplo, aquel ROUSSAEU que proclamando la bondad nativa del hombre, perfectible por naturaleza, con sólo que recobre su libertad y se sustraiga al envaramiento de la disciplina y de la jerarquía, puso la base, puso la base de todo socialismo, lo mismo manso que rabioso. Son también ascendientes del bolcheviquismo aquellas jacobinos impíos y sectarios, BABEUF, HÉBERT, MARAT, DANTON, que, aún reconociendo en teoría la propiedad, se mostraron sus adversarios encarnizados, más propicios siempre a repartirse el botín que a criar con el trabajo nuevas riquezas.
Ciertamente, el pueblo español, la masa del pueblo, a pesar de reconocer toda la gama de ascendientes, no ha sabido distinguir sino muy en confuso las doctrinas de uno y otro. Aun algunos de sus líderes, como llaman, o demagogos, no han sido hombres de ciencia y de ideas muy complicadas. En España el hecho comunista se ha descolgado con cierta espontaneidad salvaje y primitiva, como un dogma sencillo y elemental que debía imponerse a toda costa, y por cualesquiera medios, a nombre de una justicia semianárquica que cualquiera podía tomarse por sí mismo.
Ya el comunismo ruso no ha tenido precedentes ni se eslabona, en sus principios anarquizantes con ninguna especie de comunismo. Su doctrina disolvente y brutal no parece enlazarse con algunote los sistemas históricos. No puede, por supuesto, encontrar apoyo en el primitivo comunismo, cristiano, basado todo él en la caridad de Dios; no en la santa comunidad de las Ordenes religiosas, la cual también descansa en el divino amor. Ni tampoco tiene que ver semejante burdo sistema con la con la soñada confraternidad humana de PLATÓN, fundada en un sentimiento innato de bondad, o con las teorías utópicas de TOMÁS MORO, de CAMPANELLA o de MORELLI. Hasta el comunismo grosero de OWEN, que ataca la santidad de la familia, o el de FOURIER, que en nada suprime las diferencias sociales, se alejan mucho de ese actual y furioso colectivismo de LENIN, de TROTSKY y de STALIN. Este directamente tiende al sacrificio y aniquilamiento de las otras clases sociales, holladas bajo la plante del bolcheviquismo proletariado vencedor.
Júzguese, pues, lo había de ocurrir en la masa obrera de España, guiada por hombres sin ideario fijo, o, que aceptaban a grandes dosis el ideario ruso… Más que sistema alguno constructivo, lo que podía con razón temerse era el lanzamiento espantoso del inmenso ejército obrero contra el burgués, para declararle guerra sin cuartel, e imponerle el llamado “terror rojo”, o sea la implacable dictadura proletaria. Y ni siquiera la “dictadura”, sino el saqueo y el degüello universal, ejecutado a su placer por las hordas anárquicas; que este es el término natural adonde debe arribar, en cualquiera de sus formas, socialista, comunista, comunista o sindicalista, el caos proletario contemporáneo.
“Todo burgués esta condenado a muerte y debe ser ejecutado por todo buen comunista, donde quiera que se le encuentre”, exclama ZINOVIEF en Rusia. “Clase contra clase, tal es la situación verdadera”, escribe Pravda, órgano de los Soviets, “matar al burgués es un deber sagrado; no se habla con el enemigo, se le ejecuta”. “No tenemos nada que ver con la justicia, declara DJERJINSKI, el gran maestro de la Tcheka (KGB), para legitimar sus asesinatos; “somos el terror, y nuestra finalidad es aterrorizar a los enemigos de los Soviets”.
Cuando los pueblos se ciegan, esta fase del terror es el último despeñadero…
Sin embargo de eso, no sea crea que en España todos los dirigentes han caminado a ciegas, o que las mismas muchedumbres desatentadas no han bebido en la prensa maléfica la suficiente ponzoña para corromper y viciar a toda prisa sus ideas y sentimientos. Ante esta pestilencia de la letra impresa ha sido el tósigo venenosísimo que inficionará las fuentes de la cultura popular en España. Y bastaron pocos lustros para apestar aquella tierra con la corrupción comunista. Porque intelectuales, profesores, ensayistas, literatos y periodistas, excepción hecha de los mejores, parece se dieron cita durante el siglo veinte, para traicionar a la verdad, y prestar el concurso y ayuda de su pluma a la revolución que estamos combatiendo. (págs. 5 -14).
Editó Gabriel Pautasso
Diario Pampero nº 137 Cordubensis
VOLVER a la portada de Diario Pampero
No hay comentarios:
Publicar un comentario