Respuesta al
falasha Barack Obama con motivo de su discurso ante el Comité Israelita.
Editó: Lic.
Gabriel Pautasso
Por el Diácono
Prócoro Mendieta, de la Parroquia de Quimilí, Santiago del Estero
A la memoria de los Viejos Camaradas
inmolados en Malvinas. Junto con ellos marchaba al redoble del tambor siguiendo
las banderas de los batallones. Virgen Santa: no te olvides de ellos.
Recuérdate de mi Patria y no dejes solo a mi Pueblo que no puede estar sin Ti
UNA TIERRA DE
RESABIADOS, MASONES Y JUDÍOS
América, y muy particularmente los Estados Unidos, fue
tierra franca para el refugio de todos los heterodoxos resabiados de Europa.
Fue también tierra de elección, desde el primer día, de la Masonería en todas
sus formas, incluidas aquellas aborrecidas por los mismos ingleses, sus
fundadores, panegiristas y propulsores; y fue
para los judíos el Nuevo Hogar, a tal punto de que Ch. Wright Ferguson,
autor del libro titulado Fifty Million Brothers (Cincuenta millones de
Hermanos, Ferrar, Nueva York 1937)), tal vez el estudio más completo y riguroso
sobre el tema (aparecido en 1937), considera a la Gran Nación Americana (el
espejo donde todos los infelices de esta parte debemos mirarnos), como la
verdadera Tierra Prometida, donde habría de hacer recalada buena parte de la
judería de la diáspora.
En verdad fue una tierra de asilados, proscriptos,
extrañados y exiliados. Y lo fue sucesivamente para los intransigentes (o no
conformistas) y los católicos que huyeron de las Islas Británicas para no
someterse a los pérfidos designios de Cromwell
–a la derecha-, y su compadre el circunciso Manasseh ben Israel –a la izquierda-; para los Caballeros vencidos
de las revoluciones de Inglaterra; para los irlandeses despojados de sus
tierras y de su libertad; para los insurgentes del carlismo; para los revolucionarios
de la Europa Central, decepcionados por el fracaso de la gran empresa masónica
encarnada en las revueltas de 1848 (3);de igual manera que ha sido el recipiente de
los drenajes poblacionales del excesivamente anidado Viejo Continente; de los
campesinos sin tierra; del ejército de reserva de los trabajadores; de todos
los hambrientos; de los indigentes que deambulaban por las calles y los
muelles; todos ellos reunidos en la esperanza común de rehacer su vida en una
tierra virgen, de riquezas aparentemente inagotables.
Era la tierra bendita donde con gran facilidad se
confundía, hasta el día de hoy, la República con de la Democracia y viceversa.
Ella había recibido el bautismo masónico en ocasión tan temprana (o
simultáneamente) con Inglaterra, fuere
de manos de la primera comunidad judía establecida en Newport (en Rhode Island,
la Ciudad de los Judíos) en 1658 (cuyos miembros le aportaron los tres primeros
grados, si hemos de creer en Edwin Silcox (Calholics, Jews and Protestants,
páginas 12 y 77, Harper’s 1934), o fuere de las de George Starkey, alias Irenée
Philatéthe, íntimo en las andanzas de la secta satánica de sir George Vaughan
(con nombre de guerra Eugenius Philatéthe), misionero protestante y hereje,
lanzado en aquellas fechas por los Rosa Cruz, a la conquista del Nuevo
Continente (C. E. Silcox. Tomo I, pág. 152).
Pero, al mismo tiempo, fue en el decurso de tres siglos
la Tierra Prometida para los judíos y, a partir de entonces lo ha sido cada día
más. Su papel en la edificación de América (Cohen, The Jews in the making of
America, editado en Boston, 1924), impresionó a tal punto a Werner Sombart que
llegó a escribir: Diríase que América sólo fue descubierta para ellos (El
Apogeo del Capitalismo, Payot, París 1932). Al cumplirse el 250º aniversario de
la llegada de los Predilectos Hijos del Señor de Israel, el judío Roosevelt
confirmaba que pocas naciones han tenido, directa o indirectamente, más influencia
en la formación y la dirección del americanismo de hoy. Que digo yo de puro
metido como siempre: a Dios sean dadas las muchas gracias, porque a nosotros
nos tocó sólo de chaflán. Pero lo importante es que de hecho, aquella sociedad
en formación, descalabrada por carecer de cuadros tradicionales, aunque
dominada por las sectas secretas unas y herejes las demás, y tan completamente
extendida hacia el lucro, la conquista de las riquezas, la especulación y el Dinero,
ofrecía para la Reconstrucción del Templo de la Nueva Jerusalén (do moraría el
Señor que los llamó Mi Pueblo, a pesar de que cien veces lo traicionaron
fieramente y sin asco, mientras se merendaban, de vez en cuando, un Profeta que
el Señor les había mandado para ver si los podía enderezar), unos materiales
incomparables para mostrar su amor a la Nueva Patria : espantosas traiciones,
correrías, ladroneo sin rubor, fraudes y estafas sin abuela. Por ejemplo: la
falsificación de la moneda, que en Inglaterra les costara unos 300 años de
expulsión, hoy en día la hacen a escala mundial mediante el dólar, con el que
han empapelado el mundo y cuyos billetes valen menos que las hojas de un diario
mojado. El retrato de Maimónides (el Nuevo Moisés) arriba a la derecha: en él
abrevó Espinosa y, por carácter transitivo, todos los iluminados que lo
siguieron.
LOS JUDÍOS: INTRODUCTORES
DE LOS JUDÍOS Y DE LOS NEGROS
Como los israelitas, por una natural inclinación no
fueron, ni son, ni serán jamás pioneros de nada, ni labradores, ellos esperaron
a que otros hubieran acondicionado el lugar antes de aterrizar en él
cómodamente. Digamos que como aquí: cuando ellos llegaron ya no existía la
indiada brava que andaba taloneando; las guerras por la independencia se habían
terminado y los políticos habían iniciado la guerra de la dependencia; las
sangrientas campañas por la organización nacional se extinguieron y existía una
Constitución Nacional, con algún cuerpo de leyes, que les garantizaba a los
Predilectos del Señor todo tipo de derechos y garantías. Entonces aparecieron
muy orondos, siempre en carácter lacrimógeno de pobrecitos desterrados y
perseguidos. Y hoy no existe actividad, profesión o rincón de la Nación que no
los encuentre; como si fuese una metástasis, una sub-diáspora inconmensurable
en territorio patrio, que forma parte de la ilimitada Diáspora Internacional.
Después de varios fracasos de colonización en 1584,
registrados por sir Walter Raleigh (el heredero del monopolio del inglés
Sebastian Cabot: sí, el que los pámpidos tienen por veneciano; el sirviente de
Enrique VIII que fundó aquí Sancti Spiritus, había creado en Londres, después
de 1550, una Compañía de Aventureros del Mar), y por las dos joint stock
companies, de Londres, y Plymouth, Virginia, entre 1606 y 1624, un grupo de 70
comerciantes puritanos de la City que disponían de un capital de unas 7.000
libras esterlinas, dirigidos por sir Edward Sandys, había conseguido establecer
los primeros centros de población en tierra americana. En Virginia, 11 burgos o
boroughs de alrededor de 4.000 habitantes, reunieron el 30 de julio de 1619 a
sus notables en Jamestown, antes de constituir una provincia real en 1624. Más
al norte, los pilgrims, o peregrinos, desembarcaron en Plymouth el 21 de
diciembre de 1620, y ocho años después lo hicieron en Salem, fundando en 1630 Boston con John Endicott. Bajo el
paraguas de la Massachusetts Bay Company, dotada de una Carta en 1629, crearon
unas comunidades que iban a estar sometidas, durante setenta y un años, a las
normas de un pacto (Brith, en hebreo).
En 1634, lord Baltimore ofreció a los católicos el
Maryland, regido por la Toleration Act de 1649, que por otra parte excluía a
los ateos y a los judíos (no serían admitidos en las funciones públicas hasta
1825). En cambio, el Estado de Rhode Island, fundado por Roger Williams en
1636, con el objeto de albergar a los intransigentes, sería el primero en
acogerlos en 1658. En conjunto, desde 1620 hasta 1640, alrededor de 20.000
Hijos Predilectos lograron establecerse en las colonias inglesas, que no
tardaron en extenderse a diversas dependencias de Massachusetts: Connecticut
(desprendimiento de Rhode Island), Maine y New Hampshire, región de pescadores,
poblada por los esfuerzos de sir Fernando Georges y del Capitán John Mason.
Por su parte, durante ese mismo período, los holandeses
–escudo de Holanda a la izquierda, de la Dutch East India Company, habían
abordado las costas de la América del Norte: con sir Henry Hudson en 1609,
fundando Nueva Amsterdam en 1614. Siete años después, se había constituido su
simétrica: la Dutch West India Company y, acaudalados comerciantes, tales como
el joyero Killiam van Tensselaer y otros, se establecieron a orillas del
Hudson. La ciudad contaba con unos 10.000 habitantes cuando los ingleses se
apoderaron de ella en 1664, para convertirla en propiedad del duque de York,
que terminó dándole su nombre al año siguiente, antes de ceder Nueva Jersey a
sus amigos, sir George Carteret y sir John Berkeley. Dos acontecimientos
capitales -por otra parte, estrechamente ligados el uno al otro- señalaron
aquel medio siglo de dominación holandesa: la llegada de los judíos y la
introducción de los negros.
Dueños del mercado de los productos coloniales y
controlando con sus capitales las grandes compañías con carta de privilegio,
los judíos portugueses y sus herederos de Amsterdam se habían interesado desde
hacía mucho tiempo en las provechosas plantaciones de ultramar. En Oriente, en
Java, lo mismo que en el resto de las Américas y en Surinam (1644). En 1492 se
los encuentra en Santo Tomé (Santo Tomás, al este de Puerto Rico), donde montan
unas explotaciones azucareras, que hacia 1550 ocupaban a unos 3.000 esclavos
negros. En vano la reina doña Juana trató en 1511, sin lograr gran éxito, de
restringir la afluencia de negros y judíos hacia la América del Sur; pero la
ley del 21 de mayo de 1577 levanta la prohibición de emigrar a las colonias
españolas. En 1580 el General Juan de Garay fundaría la Ciudad de Buenos Aires:
en 1600 ya la llamaban, según Hernandarias de Saavedra (en carta a Felipe II),
la ciudad de los judíos. Así de rápidos son estos cosos.
En el Brasil, el primer gobernador general portugués
encargado de organizar el país entre 1549 y 1553, el judío Tomé de Souza, los
acogió sin dificultad, aunque otros dicen que los mando llamar porque aquello
era una bicoca. Allí se dedicaron a extraer oro, plata y piedras preciosas.
Desde luego la mano de obra no iba a ser de ellos, y sí fue suministrada, al
principio, por dos cargamentos anuales de negros africanos cautivos (a estos
negros los cazaban los propios negros en África y los hacían metálico o
aguardiente en la playa; hecho terrible que no lo cuenta la llorosa novelita La
Cabaña del Tío Tom y otras de su género).
Estos esclavos permitieron también cultivar la caña de azúcar.
Habiendo pasado la colonia a manos de Holanda en 1624,
600 notables judíos se instalaron en ella en
1642 y no tardaron en hacerse dueños de todas las grandes plantaciones.
Lo mismo puede decirse de las islas: Barbados (donde el cultivo de la caña de
azúcar se remonta a 1641 y la exportación de azúcar a 1648) y Jamaica, ocupadas
por Inglaterra –su escudo a la derecha- en 1627 y 1656, respectivamente. Pero
he aquí que en 1654, Portugal expulsa a los judíos de sus territorios de ultramar
(que vendría a ser la expulsión número 47, si se cuentan bien todas sus
expulsiones). Algunos, con el hebreo Benjamín Dacosta, en número de 900,
acompañados de 1.100 esclavos, se trasladaron a la Martinica en 1655. Otros
llegaron a Santo Domingo, donde la caña era cultivada por los españoles desde
1587. Y otro grupo (unas dos docenas: a finales del verano de 1654), llama a
las puertas de Nueva Amsterdam: el gobernador Peter Stuyvesant, un devoto de
las correrías judaicas que narra el Antiguo Testamento, se las abre, tras la
intervención de los directores de la Compañía de las Indias Occidentales. Ellos
no pueden negar nada a los judíos, porque eran sus principales accionistas
(1654). Desde allí se extendieron hacia Long Island, Newport y, más tarde, a
Filadelfia, fundada en 1681 por William Penn (muy admirado por algunos de
nuestros próceres en su correspondencia), masón de la primera hora (de allí el
nombre de la ciudad: Amor entre amigos) y sus cuáqueros.
Entonces la parte Sur de aquel Norte de América, comienza
a poblarse. En 1663, Carlos II
–imagen a la izquierda-, ha concedido las Carolinas a ocho landlords, entre
ellos Anthony Ashley Cooper, futuro conde de Shaftesbury (mencionado en el
trabajo que hice de Locke). John Locke
–recuadro a la derecha-, que era el hombre de confianza de Cooper, pone a
prueba su talento de legislador elaborando para la colonia una constitución tan
compleja que la hará prácticamente inaplicable (si bien lo de Locke fue un
bodrio sin costura, los liberales ultramontanos se derriten cuando hablan de
ella). De los dos Estados así formados, la Carolina del Norte, donde predomina
la ganadería, quedará constituida sobre todo por pequeñas propiedades; en tanto
que la del Sur, compuesta de grandes dominios, se dedicaría al cultivo del
arroz y del añil. Una parte de los colonos proceden de Virginia, donde se
desarrollan las grandes plantaciones de tabaco de 5.000 acres de extensión, e
incluso mayores. Los otros, de Inglaterra. La mitad fue indentured servants (criados
bajo contrato por una duración media de siete años), cuyos propietarios habían
pagado el pasaje (de 6 a 10 libras esterlinas por cabeza), y que les costaban
de 2 a 4 libras esterlinas anuales de mantenimiento. Fundada en 1773 por sir
James Oglethorpe, Georgia ofrece la particularidad de estar abierta a los
condenados por deudas, que encuentran allí la posibilidad de rehacer sus vidas,
bajo el control, durante veintiún años, de fiadores o trustees.
LOS JUDÍOS
SUMINISTRAN LOS FONDOS Y TRAFICAN LOS ESCLAVOS
Esta economía colonial se vuelca consecuentemente, a ejemplo
de las islas y del Brasil, hacia la mano de obra negra para la explotación de
sus dominios. Proveedores de esclavos al Occidente en los tiempos lejanos de
los godos, merovingios y de Carlomagno (véanse las condenas de los
Concilios Toledanos; la palabra esclavo
deriva de eslavo, que fueron los primeros que traficaron los del Pueblo de
Dios; después vinieron los negros africanos), los judíos de Ámsterdam y los de
la City londinense financian de buena gana aquel tráfico tan provechoso: la
madera de ébano, que, en un santiamén, dará fortuna y esplendor a Londres y a
Liverpool. Desde 1619, en que tuvo lugar en Jamestown la primera venta de
esclavos del continente norteamericano, hasta 1660, los holandeses (nombre
genérico con que se conocía a la judería de Ámsterdam), detentaron el monopolio
(el precio de compra de un esclavo negro oscilaba entonces entre 18 y 30 libras
esterlinas según la edad, la salud y la fuerza del individuo). A la izquierda
esclava negra; a la derecha un hechicero africano.
Durante 28 años, 1660 hasta 1698, la Royal African
Company of England los sucedió en aquel privilegio (observe el lector que todas
estas empresas comienzan con Royal; sin embargo, si aparecía un problema, como
el surgido en Buenos Aires en 1806 y 1807, inmediatamente el Rey declaraba que
él no tenía nada que ver porque era un asunto privado). Más tarde, el mercado
quedó libre (por el vergonzoso tratado de Utrech) y el número de cautivos
aumentó rápidamente: de 59.000 en 1714 a 263.000 en 1754, y a 697.000 en 1790.
Por otra parte, la población blanca, había pasado de unos
250.000 en 1700 (de ellos 80.000 en Nueva Inglaterra, 60.000 en Virginia y
30.000 en Maryland), a casi 2.500.000 en vísperas de la insurrección contra Inglaterra.
Entretanto, en el Norte, se había constituido Vermont, gracias a la concesión
otorgada de 121 municipios por el
gobernador Wenworth. Al oeste de Nueva York, el Piedmont, vertiente oriental de
los Alleghanys, había sido ocupado a partir de 1683 por unos alemanes, unos
suizos y unos irlandeses del Ulster. Efectivamente: entre 1700 y la revolución,
100.000 alemanes de Palatinado se instalaron en Pennsylvania; y desde 1730 a
1770, casi 500.000 escoceses-irlandeses se afincaron en América. Pero los capitales
ingleses invertidos en el continente, alrededor de diez millones de libras
esterlinas, apenas alcanzarían, entre 1760 y 1770, a la sexta parte de los
dedicados a la explotación de los productos coloniales de las islas (Barbados,
Jamaica, etc.), en las que imperan setenta sugar Lords del Parlamento. A través
de un sistema de intercambios triangulares -escribe Werner Sombert-, los
esclavos de África y los productos coloniales de las islas, el metal que
permite alimentar el comercio de la América del Norte con Inglaterra, afluye de
la América Central y de la América del Sur gracias al comercio judío (Los
judíos y la vida económica, pág. 62). El saqueo en nuestra patria fue, a través
de la Colonia del Sacramento: el contrabando (de plata del Potosí por baratijas
y fruslerías; del tasajo y el saladero para alimentar a los negros de las
plantaciones en el norte; y las corambres provenientes de las vaquerías que
aniquilaron el ganado cimarrón.
Así pues, a pesar de la débil importancia numérica de sus
comunidades, los judíos desempeñaban ya, desde el exterior, un papel
preponderante en la naciente economía norteamericana (4). En nuestro país, esta minoría
sería la autora del concepto de porteño que tanto daño ha causado a la nación y
que aún pervive lleno de vida. Los de la ciudad fundada por Garay eran
trinitarios y tenían a los del puerto (de Nuestra Señora del Buen Aire) como
una recua de infames y ladrones. Triunfaron éstos y la ciudad pasó de la
Santísima Trinidad a llamarse de Buenos Aires. El Pozo de Sevilla fue a
Castilla, lo que Buenos Aires fue para sus hermanas provincianas: una
maldición. Unos muchos comen hasta quedar barrigones; y los otros muchos miran
hasta quedar finitos como un silbido.
Sigo con esto. A pesar de su diversidad de origen, las colonias
inglesas se habían visto obligadas a agruparse en varias ocasiones para hacer
frente a sus vecinos: indios y franceses. Alimentados de racismo bíblico, los
puritanos (exceptuando a los cuáqueros de Pennsylvania, más humanos y más
naturalmente amigos de la paz), solían mantener pésimas relaciones con los
autóctonos. Los establecimientos ingleses de Plymouth, de Massachussetts, de
Connecticut y de New Haven habían formado una Confederación contra los indios
en 1643. Contra los franceses, 4.000 milicianos de Nueva Inglaterra habían
tomado por primera vez, el 17 de junio de 1745, Louisbourg, que fue restituido
por la paz de Aix-la-Chapelle, en 1748. Al desencadenarse la Guerra de los
Siete Años, en 1754, un Plan de Unión, elaborado por Benjamín Franklin, fue
sometido a la aprobación de los representantes de siete colonias, reunidos en
congreso en Albany. En el curso del conflicto, del lado canadiense, los judíos
(excepto los Gradis de Burdeos, abastecedores del Rey de Francia), continuaron
estando al margen del territorio (como lo habían estado desde 1627 y lo
estuvieron hasta la conquista inglesa en 1759). En cambio, del lado
anglo-americano, ninguna restricción puso trabas a las transacciones del
comisario del ejército de Wolfe, simplemente porque era judío. ¿Será ésta la
raíz del terrible odio a los judíos de Franklin y de Washington, dos padres de
la Independencia? No sé.
Con la derrota infligida a Francia, los colonos habían
adquirido conciencia de sus capacidades. Aspirando a la Unión, alimentaban ya
sueños de expansión. Toda una serie de medidas adoptadas imprudentemente por
Londres, deseosa de hacer compartir a los americanos los gastos de la guerra,
habían contribuido, comenzando en 1763, a emponzoñar las relaciones con la
Metrópoli. Fue necesario dar marcha atrás. En 1764, la Sugar Act había
disminuido en la mitad los derechos sobre los azúcares, establecidos en 1733
por la Molasses Act. En 1765, la Stamp Act había suprimido los derechos de
timbre, que anteriormente oscilaban entre medio penique y 10 libras esterlinas.
Pero la Quartering Act , imponiendo a las comunidades la obligación de alojar a
las guarniciones inglesas, contra la cual se habían pronunciado Samuel Adams en
Boston, John Dickinson en Filadelfia y la asamblea de Nueva York, había
comprometido el beneficio de aquellas concesiones y provocado nuevos
resentimientos. Arriba a la derecha: en un dibujo de la época, un cambiador
judío de Ámsterdam hace su trabajo.
Aunque la tarifa aduanera establecida por las Townshend
Acts de 1767 fue abolida en 1770, a excepción de una tasa de tres peniques por
libra sobre el té (compensada por otra parte con una prima), los intercambios
comerciales con la Metrópoli experimentaban frecuentes perturbaciones; por
ejemplo: de 1.363.000 libras esterlinas en 1768, las exportaciones británicas
bajaron a 504.000 libras en 1769; pero volvieron a subir a 4.200.000 en 1771,
para retroceder a 2.590.000 en 1774 y hundirse a 201.000 en 1775. Mal síntoma
este, porque aparte si los ingleses querían tomarse un tecito en aquella época,
tenían que ir a buscarlo a Ceilán: un camino tres veces más largo. Pero había
algo peor. Dueños ahora de las pieles canadienses, ¿los ingleses no
obstaculizaban deliberadamente el desarrollo de su colonia americana? Una
proclama de 1763 establecía en los montes Alleghanys, el límite para la
población del Oeste, abolía el régimen de concesiones libres otorgadas por los
gobernadores y lo reemplazaba por la venta de lotes de terreno en pública
subasta, duplicando el importe de los quitrents para aquellas nuevas
propiedades. Todos los colonos de la frontera estaban en efervescencia. Observe
el lector que todo el drama que se desatará en adelante comenzará, como tantos
otros de la Historia, con un problema rural. Pero a esto no lo entendieron los
políticos de ayer. Y mucho menos los de hoy.
LA MASONERÍA: HAYM
SALOMÓN Y ROBERT MORRIS AYUDAN A LA INDEPENDENCIA
En escritos anteriores he estudiado y repasado el papel
decisivo de la Francmasonería -y especialmente de las logias de ancianos,
secundadas en una década (de 1760 hasta 1770) por las misiones metodistas-, en
la preparación de la insurrección americana. Al igual que Bernard Fay, el
historiador Ch. Wrigth Ferguson subraya que Washington y Franklin hacían
reposar su influencia chiefly, if not solely (esencialmente, si no
exclusivamente), sobre las logias (Op. cit., pág. 20). El mismo informa que la
reconquista de Filadelfia por los insurgentes dio lugar a un verdadero Te Deum
masónico y señala la existencia de talleres militares en los dos bandos en
presencia (se conocen once solamente entre los americanos). Ellos no vacilaron
en atribuir a consignas masónicas ciertas lentitudes y maniobras inexplicables
de los generales ingleses. Entre la población, por otra parte, la voluntad de
luchar contra Inglaterra no era unánime, ni mucho menos: frente a unos 800.000
habitantes ganados para la rebelión, es decir, un tercio aproximado del total,
existían unos 250.000 leales. Se unieron a las tropas inglesas entre 30.000 y
50.000 lories. Unos 15.000 de ellos de Nueva York; 3.000 habitantes abandonaron
Filadelfia, evacuada por Clinton en 1778; de 35.000 a 100.000 pasaron al Canadá
después de la victoria de los insurgentes. La Masonería, pues, fue el motor de
la Revolución.
En cuanto al nervio de la guerra, dice Jean Lombard (La
cara oculta de la historia moderna, Tomo II, Cap. XXVII, pág. 350) que procedía
sobre todo del exterior, principalmente de Holanda y de Francia. Sobre el
terreno, los que Peter Calisch llama The Jews who stood by Washington (Los judíos
que permanecieron al lado de Washington), -Ed. en Cincinnati, 1932-, aportaron
también su contribución: los Minis, los Cohen de Georgia, sobre todo el
banquero Haym Salomón (1740-1785) y el armador Robert Morris, que ha sido el
verdadero financiero de la Revolución, escribe Sombart (Los judíos y la vida
económica, pág. 78),
Polaco de origen portugués, refugiado en Inglaterra y
luego en América tras la partición de 1772, el buenazo de Salomón, detenido una
primera vez en Nueva York por los ingleses por su celo revolucionario, liberado
posteriormente y utilizado como intérprete cerca del general Heister,
comandante de las tropas alemanas, volvió a ser detenido y condenado a muerte
por haber incitado a sus hombres a la deserción. El 11 de agosto de 1778 consiguió
huir sobornando a sus carceleros y pasó al servicio del Congreso en Filadelfia
y -¡Oh, milagro! ¿de dónde procedía el dinero?-: se estableció como corredor de
Bolsa; se convirtió en uno de los principales accionistas del Banco de América
del Norte; actuó de tesorero-pagador de las tropas francesas que luchaban en
América; sirvió de intermediario casi exclusivo para la transferencia de los
subsidios de Francia, de España y de Holanda a los insurgentes; prestó al nuevo
Estado 658.000 dólares en 75 operaciones desde agosto de 1781 hasta abril de
1784 (211.678 dólares de créditos; 353.729 de obligaciones y 92.600 de bonos),
más 20.000 dólares de anticipos sobre la paga de los funcionarios, y murió
arruinado en 1785. Ahora don lector, dígame con sinceridad: ¿vale o no vale la
pena ser un Predilecto del Señor de Israel? Mire vea: ¡si hasta son magos! Pero
en lugar de conejos, de la galera sacan dinero que, para nosotros, que no somos
predilectos, siempre es escaso. Arriba a la izquierda: fotografía del monumento
donde aparece Washington tomado de las manos de los judíos y masones Robert
Morris y Haym Salomón (cualquiera diría que están por jugar al Don Pirulero).
¡Esto sí que es patrio! Estoy emocionado. ¡Qué gran nación! –como nos decían
los profesores de Educación Democrática en 1956.
El 20 de febrero de 1781, el buenazo de don Robert Morris
(1734-1806), fue nombrado, a propuesta de Pelatia Webster y de Alexandre
Hamilton, director de las Finanzas por el Congreso. Por ello tuvo que hacer
frente a las peores dificultades. Nacido en Liverpool, de un padre que se
instaló en Maryland como exportador de tabaco, Morris fue estudiante en
Filadelfia, luego socio de los armadores Willing, signatario del acuerdo de
boicot a la ley del Timbre en 1765; ligado a los insurgentes después de
Lexington, había ocupado sucesivamente los cargos de miembro del Comité de
Seguridad (Council of Safeíy) el 30 de junio de 1775 y del Comité Secreto de
Correspondencia; más tarde, el 30 de enero de 1776 lo fue del Comité de los Asuntos
Exteriores y del Comercio. Banquero, encargado de los suministros militares y
navales, había sido mantenido en sus funciones, a pesar de sus violentas
críticas dirigidas hacia Silus Deane, y las mangoneadas contra él por Thomas
Paine en enero de 1779. En el momento en que asumió la responsabilidad de las
Finanzas, la situación era casi desesperada.
Se calcula en 104 millones de dólares/oro el costo de la
guerra. Para hacerles frente, el Congreso decide el 22 de junio de 1775 y en
primer lugar, emitir bills of credit por valor de dos millones de dólares, rescatables
en Spanish milled dólares de los estados (de acuñación española). La
confiscación de los bienes de los leales, decretada en noviembre de 1777,
permite la creación de Continental Loan Certificates. Mucho ruido y pocas
nueces. Se recurre entonces, a la emisión (inflación) del papel moneda. Que fue
generosa, por otra parte; 191,5 millones de dólares emitidos por la Federación,
hasta el 29 de noviembre de 1779, y 243,6 millones por el conjunto de los
estados hasta 1783. Sin la afluencia de créditos y de moneda de oro de Europa,
el edificio resultaba tan frágil que parecía habría de hundirse
irremisiblemente. Sin embargo la aportación de 200.000 dólares en especies,
traídos una flota francesa, permitió a Robert Morris fundar en Filadelfia, en
enero de 1782, el Banco de América del Norte, con un capital de 400.000
dólares, de los cuales el Estado aportaría 250.000. A éste le siguieron otros
establecimientos: el Banco de Nueva York
y el de la Massachusetts Bay en Boston, que data de 1784. Entretanto, el
secretario de las Finanzas, con el agua al cuello, había amenazado con dimitir,
el 24 de enero de 1783, y sólo se habría salvado gracias a la gestión de John
Adams para obtener un nuevo empréstito con los Países Bajos.
Al tiempo que las trece colonias sublevadas definían sus
instituciones, promulgaban el 15 de noviembre de 1777 unos Artículos de
Confederación, que no serían ratificados hasta 1781, se daban (después de
varios congresos en Filadelfia, en Annapolís en 1786 y, de nuevo en Filadelfia
en 1787), una Constitución instituyendo una Cámara Alta compuesta de dos
senadores por estado; una Cámara Baja formada por representantes elegidos en
número proporcional a la población; un Tribunal Supremo (arbitro entre los
poderes y cumbre del aparato judicial); y nombraban presidente (el Ejecutivo) a
George Washington (entre el 4 de marzo y el 30 de abril de 1769). Allí también
echaron los cimientos de su estructura financiera, autorizando al gobierno
federal a recaudar los impuestos y a legislar en materia de moneda, de
comercio, de protección a la industria y de población de los territorios
occidentales.
Habiendo declinado Robert Morris la cartera de Finanza en
el gabinete formado por George Washington en 1789, teniendo a Thomas Jefferson
como secretario de Estado, Alexandre Hamilton asumió las funciones del Tesoro.
Él promulgó la tarifa aduanera proteccionista del 4 de julio de 1789
(sucesivamente aumentada en 1790, 1792 y 1794); hizo decidir a la Federación a
hacerse cargo de la Deuda y a fusionar sus tres elementos: deuda exterior con
Francia, España y Holanda, cifrada en 11.710.378 dólares; deuda interior al 6
%, o sea, 40.414.086 dólares; y deudas de los Estados, por un importe de 25
millones de dólares; lo que arrojaba un total de 77.124.464 dólares. En 1791
logró instituir, para un período de veinte años, un Banco Nacional con un
capital de 10 millones, de los cuales el Estado suministraría dos, y en 1792
definió la moneda norteamericana, sobre la base del dólar Spanish milled,
fijado en 24,75 grains de oro (cada grain equivale a 0,6 gramos), coexistiendo
bajo un régimen bimetalista con unas monedas de plata. La paridad oficial con
el oro se estableció en 1 por 15.
Por desgracia, aquellas juiciosas medidas no
sobrevivieron del todo a la oposición de los republicanos, de los intereses del
oeste y de los Bancos de los Estados, cuya proliferación -su número pasó de 88
a 246 en sólo cinco años-, era tal en 1811 que la circulación fiduciaria había
aumentado de 45 a 100 millones de dólares.
UNA DEMOCRACIA DE
PROPIETARIOS, SECUNDADOS POR SOMETIDOS Y ESCLAVOS
Adquirida la independencia por el tratado de París del 3
de noviembre de 1783, en aquel país tenido hasta hoy como ejemplo de la Democracia,
en el que únicamente los propietarios —uno de cada cinco habitantes,
aproximadamente— gozaban del derecho de voto, la gran tarea era ahora la
expansión hacia el norte hasta los grandes lagos y, hacia el oeste, hasta el
valle del Mississipi. También democráticamente, las compañías creadas, no sólo
para la industrialización del país, sino también para la explotación de
aquellos territorios, habían velado de un modo especial para que la Constitución
y las nuevas instituciones (es decir: los tres poderes) respetasen sus intereses.
Los ingleses se habían marchado, los quitrents habían
sido abolidos, pero ni los grandes dominios ni la manía de especular con las
tierras habían desaparecido. Por el contrario: la ordenanza de 1785 entrega
hasta cierto punto el dominio público a los manejos dé los traficantes. Aquella
ordenanza prescribía el establecimiento de un catastro y de una cuadriculación
con vistas a la venta, por mitad en distritos comunales —según el sistema
adoptado en Nueva Inglaterra—, y por mitad en lotes de 640 acres —según el
sistema virginiano—, en pública subasta a un dólar, y luego a dos dólares el
acre, en 1796, pagadero con un crédito a un año. A pesar de la reducción de la
superficie de los lotes a 320 acres en 1800, y enseguida a 160 en 1804
(remunerables en cinco años), sólo los especuladores que dispongan de dinero
suficiente podrán adquirirlos para revenderlos, lo que equivalía a conceder a
los antiguos colonos puritanos del Este el privilegio de explotar a los nuevos
pioneros, los agricultores del Oeste. En cuanto a la organización política de
las nuevas provincias, fue determinada por la ordenanza de 1787, que limita a
tres o como máximo a cinco el número de los Estados a crear y precisa que cada
territorio, colocado al principio bajo la autoridad de un gobernador, tendrá
derecho a elegir dos asambleas cuando el número de sus habitantes sea superior
a 5.000 (el censo para ser elegible se fijaba en 200 acres y, para ser
designado como gobernador, en 100), y podrá constituir un Estado cuando llegase
a los 60.000.
Después de haber rechazado hacia el interior a los
indígenas, derrotados por el general Wayne cerca de Toledo en 1794, algunos
norteamericanos sueñan con aprovecharse de las guerras subsiguientes a la
cruzada revolucionaria en Europa para expulsar a Inglaterra del Canadá.
Preocupados sobre todo, al principio, por no dejarse arrastrar al conflicto
debido a su alianza con Francia, se habían limitado a proclamar su neutralidad
(22 de abril de 1793). El Chief Justice John Jay se había esforzado incluso en
resolver los puntos en litigio con Inglaterra, pero al tratar sobre el derecho
de visita de los buques y de las levas de marineros para el servicio de Su
Majestad, había tropezado con una obstinada intransigencia, que retrasaría
hasta el 24 de junio de 1795 la ratificación por el Senado del tratado
concluido el 17 de noviembre de 1794. Sin otro deseo que el de explotar las
circunstancias para realizar sustanciosos beneficios, los americanos, durante
un primer período que se extiende casi desde 1792 a 1808, desarrollan su marina
mercante (cuyo tonelaje se multiplica por ocho: 123.893 toneladas en 1789
contra 981.000 en 1810); inician la construcción de una escuadra en 1798; se
dedican al contrabando con Francia, España y Holanda y aumentan su comercio exterior,
hasta el punto de que las exportaciones alcanzan 108,3 millones de dólares y
las importaciones 130,5 millones en 1807.
REFERENCIAS
(1) La pirámide de Adam Weishaupt, es decir de los
Iluminados de Baviera, terminó siendo el sello de la Nueva Jerusalén. Dicen que
este sello fue motivo de grandes discusiones e inclusive de una consulta
popular, todo lo cual, para mí, viniendo de quien viene, no tiene ningún valor
que no sea el folclórico. Sin embargo, así como lo vemos, fue diseñado por
George Washington. Esta limitado por dos círculos que en la masonería
representan al Universo. El ojo (izquierdo, el de los egipcios) que se encuentra
dentro del triángulo equilátero radiante (mágico, de los pitagóricos) pertenece
al Gran Arquitecto del Universo y representaría la Obra inconclusa de la
pirámide construida por la masonería. Esta pirámide tiene en su base una fecha:
en romanos MDCCLXXVI (1776), el año de la independencia. Desde allí hacia
arriba se pueden contar 13 capas, que dicen son los 13 estados que tenía la
Unión en ese momento. También son 13 las letras que coronan la imagen: ANNUIT
CŒPTIS. Las de abajo son 17: NOVUS ORDO SECLORUM. La suma 13 + 17 = 30 (el Grado 30º es el del Gran Elegido
Caballero Kadosch o del Aguila Blanca y Negra). Pero el 13, el 17 y el 30 son
números mágicos de los Iluminados. La parte
trasera de la pirámide es oscura (la masonería negra) y representaría a los
aerópagos y traslogias, parte invisible, que sostienen a la parte delantera
visible y se corresponden con los Grados Sublimes: Comendador (Grado 31º);
Sublime y Valiente Príncipe del Real Secreto (Grado 32º) y Soberano Gran
Inspector General (Grado 33º). Respecto al
gajo con hojas: son cinco grupos de tres hojas; total 15 hojas.
Tres son los Grados Simbólicos
(aprendiz, compañero y maestro) de gran importancia entre los satanistas; el
Grado 5º se denomina Maestro Perfecto; el 15º es el Caballero del Oriente o de
la Espada y al Grado 16º, el gajo que
sostiene las hojillas, (para que nadie tenga duda) le endilgaron el de Príncipe
de Jerusalén.
(2) En el escudo de la Nueva Jerusalén encontramos
como figura central un águila rampante como símbolo del imperio. Al número 13
lo hallamos en las flechas; en las franjas rojas y blancas del escudete
central; en las plumas de las alas doradas del ave; y en las estrellas que se
encuentran sobre la cabeza del águila sobre un fondo azul, color característico
de la masonería. Casualmente el Rito Masónico de York cuenta con 13 grados. Fue
fundado en 1777 (un año después de la declaración de la Independencia de la
Nueva Jerusalén). Recibió este nombre porque esa ciudad fue la capital de los
antiguos masones ingleses durante la Edad Media. La de York es la masonería del
Real Arco o del Arco Real o de la Real Arca y tiene como lema: Nulla salus
extra. Haber: esto quiere decir que fuera de ella no hay salvación. Digamos que
tipo Arca de Noé o, sin ir tan lejos, de la Iglesia Católica. En el Rito
Escocés el Grado 13º es llamado del Real Arco.
(3) Uno de los traficantes americanos más célebres
y más ricos de la época fue el circunciso Aaron López, armador de Newport,
fallecido en 1782. Tras haberse dedicado al contrabando de té holandés, con su
correligionario Henry Lloyd, de Boston (1756), y haber establecido
corresponsales en Charleston (asiento del hebreo Isaac da Costa), y en Jamaica
(mercado del judío Benjamín Wrigth), se asoció en 1764 para la importación de
esclavos de Guinea con su cuñado Jacob Rodríguez Rivera (que era de Newport),
casado en los años 1740 con Hanna, hija del sefardí Samuel Rodríguez Pimentel,
habitante de Curazao, y viuda de Sasporlas, y en 1767 con su yerno Abraham
Pereira Mendes, de Jamaica. La red familiar, extendida a todo el mar de las
Antillas, funcionaba con el apoyo de comanditarios en Inglaterra (Henry Cruger,
de Bristol, con aportaciones de varios millares de libras esterlinas, y sobre
todo de George Haley, de Londres, al cual Aaron López le era acreedor de 22.000
libras en 1774 y de 22.600 en 1775). Contaba con tan buenas amistades en los
dos bandos, que el desencadenamiento de la insurrección americana no
interrumpió en lo más mínimo su campaña de pesca de la ballena, en 1775.
(4) Mientras reinaba en Francia el más que
septuagenario “rey ciudadano” Luis Felipe I (1830-1848), hijo de Felipe
Igualdad, los elementos avanzados de la masonería, reunidos secretamente y de
años atrás (1845) en sus ventas de carbonarios, fueron preparando al camino al
socialismo. Alarmado por esta situación el Ministro de Guerra prohibió en 1845
a instancias de Guizot, la afiliación de los militares a las logias masónicas.
Pero todo fue en vano porque la monarquía ya tenía firmada su sentencia de
muerte. La revolución, que debía abarcar toda la Europa Central, quedó
decretada en el Congreso Masónico reunido en Estrasburgo en 1847. El 24 de
febrero de 1848 estalla la revolución en París y del 13 al 30 de marzo de 1848,
es decir, en no más de dieciocho días, tremendas conmociones sociales se
sucedieron desde los Pirineos hasta el Vístula: el 13 de marzo en Viena; el 18
de marzo el masón von Gagern (jefe de los masones alemanes concurrentes al
Congreso de Estrasburgo, junto con Fickler, Herwegh, Buge, Blum, etc.) proclama
la república en Berlín y el mismo día comienza la revolución en Milán; el 20 en
Parma y el 22 en Venecia, Nápoles, Florencia, Toscana y Roma. El poeta Alfonso
de Lamartine y los socialistas masones Ledruc-Rollin (vecino de San Martín
pared de por medio), el confeso Luis Blanc, el terrible Pedro Proudhon, Arago,
Marie, Garnier Pagès, Crèmieux, Cavaignac, Caussidiére, Marrast, Vaulabelle,
Vilain , Pyat y otros fueron los delegados de Francia en aquel Congreso de
acuerdo al convenio anterior celebrado en
Rochefort, bajo los auspicios de Lord Palmerston desde Londres que es la
vinculación de la masonería con la Alta Finanza de la City londinense.
Casualmente estos personajes aparecerían luego ocupando los puestos en el
gobierno de la Segunda República a partir del 24 de febrero de 1848: Lamartine,
a cargo del Ejecutivo, la Presidencia Provisional ; Ledruc-Rollin en la cartera
del Interior; el hebreo Isaac Crémieux en Justicia; Arago en Marina; Marie en
Obras Públicas; Goudchaux en Hacienda, los delincuentes Caussidière y Sobrier
se hacen cargo de la Prefectura de Policía, etc. “Basta consultar estas fechas
–concluye Maurice Fara-, para encontrar la prueba evidente de una dirección
común de estos acontecimientos, y es indiscutible que esta fuerza directora no
podía ser otra que la masonería con sus diversas secciones.” (Maurice Fara, La
Masonería al Descubierto, pág. 69, Ed. La Hoja de Roble, Buenos Aires
septiembre de 1960).
*DIARIO PAMPERO
CORDUBENSIS NUMERO ESPECIAL
LUNES 27 DE
OCTUBREDE 2008
*EDITÓ: gabrielsppautasso@yahoo.com.ar
DIARIO PAMPERO
Cordubensis.
INSTITUTO EMÉRITA
URBANUS. Córdoba de la NUEVA ANDALUCÍA y EL TUCUMÁN, 12 de octubre de 2012,
FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DEL PILAR, PATRONA DE ESPAÑA Y DE LA HISPANIDAD. Sopla
el Pampero. ¡VIVA LA PATRIA! ¡LAUS DEO TRINITARIO! ¡VIVA HISPANOAMÉRICA libre,
justa y soberana! Reedición, gspp*
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