El era español, él no era argentino, no era criollo. Sólo
su decisión de avanzar en un escalafón militar ajeno a su juramento era argentino.
Sabía San Martín
que nadie alteraba el reloj de la
Identidad.
Editó:
Lic. Gabriel Pautasso
Gabriel Ruiz de los Llanos
Editorial del Nuevo Amanecer
Buenos Aires. Mayo 2012
“SERÁS LO QUE DEBAS SER”
SUMARIO: Varón de los ejércitos, vívido Averroes de su propia
Identidad, buscó el amparo de la teoría de la “doble verdad” para justificarse por
un lado español por la razón, al tiempo que por otro argentino por la fe. No pudiendo ser otra cosa que español ya que sus padres y el árbol de antepasados de
su genealogía lo eran, ¿podía ser argentino
sólo porque el carro en tránsito del destino de su familia se detuviese para que
viese la luz en Yapeyú?
José Francisco de San Martín y Matorras,
que de él hablamos, enganchó en algún momento el oportunismo de su teoría de
las dos verdades a la idea de reimpulsar su carrera militar. ¿Podría de ese
modo sustraerla de un destino de soldado del montón del Rey que veía venírsele
encima, a pesar de haber sido distinguido, oportunamente, en los combates de
Arjonilla y de Bailén? Lo intentaría.
¿Podía ser un hombre el hijo de dos madres,
servir a dos banderas, y honrar a dos lealtades contrapuestas? Fuera de esto la
rareza que fuese, San Martín puso la mira en ello. Quiso creer que eso era posible.
Accedido a Coronel, José Francisco de San Martín, soldado español,
viajó a América para hacerla, dándole vida al personaje. Y aquí realizó más de
lo pensado, llegando a héroe de los argentinos.
Al momento de pegar
la vuelta de estos pagos hacia Europa, y
arropando el relumbrón de una destacada actuación militar como redentor sudamericano
e impedido de pisar España a causa de su
deslealtad, se radica en Bélgica donde escribe su máxima “Serás lo que debas
ser o no serás nada.”, en 1825
Esta sentencia pareció precipitar en él algunas
intuiciones que imaginó lo estuvieran aguardando tiempo ha. En la ocasión
aprende, súbito, lo que él mismo se va enseñando. Entre otras cosas, que en
cuestiones de orden moral y a pesar de las buenas intenciones que nos quepan, no
hay Averroes que valga. Que allí dos más
dos, son cuatro.
Nunca un día es un
día más.
Tampoco lo será ese
3 de Febrero de 1825, doce aniversario del Combate de San Lorenzo, para José
Francisco de San Martín y Matorras, fecha bisagra a sangre y fuego de su
lealtad hacia sus camaradas españoles de siempre en dirección de los cuales
vuelve su sable, fecha en que decide nazca el personaje imaginado por él en
España.
Frágil lealtad la
suya, que enterrarán al galope los caballos del Regimiento de Granaderos ese 3 del Febrero.
Los argentinos
juzgarían ese día como el de un significativo
y auspicioso triunfo de sus armas, en tanto que los españoles habrían de
aceptarlo como un luto inesperado, cosido al
recuerdo de sus cuarenta muertos en
combate.
Después de dar
vueltas en el aire la moneda de la derrota
española, y ya sobre la palma de
la mano de los hechos consumados, mostró en su faz visible la imagen de aquel
hombre, el creador del Regimiento de Granaderos a Caballo de La Argentina.
¿En qué
independencia pensaba San Martín al marchar con sus hombres desde el Cuartel
del Retiro en Buenos Aires hacia el Norte el 28 de Enero de 1813? ¿Pensaba en la independencia de los países sudamericanos o en su propia
independencia personal de una vez por todas de los mandos naturales a los que
se debía y que decidiera desconocer al viajar a América en 1812?
Mientras cabalgaba hacia su objetivo a fines de Enero de 1813,
réprobo a esa altura en su corazón de su rey, no podría ir un paso más allá del
umbral de su conciencia que le reclamaba, insistente, su inconducta. No
importaba, pensó, si ese era el precio por habitar la piel de un aventurero lo
pagaría. La fidelidad no era un estado de ánimo, y él lo sabía y sólo se podía
ser aquello para lo que se había nacido de una manera determinada, no de
cualquiera.
El era español, él
no era argentino, no era criollo. Sólo su decisión de avanzar en un escalafón
militar ajeno a su juramento era
argentino.
Sabía San Martín que nadie alteraba el reloj de la Identidad.
Si algo
caracterizaba a la Identidad
era su intangibilidad, más allá de favores o de olvidos que se tuvieran para
ella. La Identidad
de un hombre, de un pueblo, era inmodificable. Lo que podía hacer el sujeto con
la suya era reconocerse en ella.
La Identidad era el destino andando a la par del tiempo. Los sueños, pensó el veterano
de Chacabuco y de Maipú, eran el pulso de la propia Identidad que uno podía
llevar consigo viviente, palpitante o bien como sus propios restos mortales
camino del cementerio.
Y sabía también que
hablando en horas nadie podía dar otras que las dictadas por el reloj de la Conciencia.
Siendo todo esto así,
Argentina se había valido de San Martín
para ser libre. Y San Martín por su parte utilizó la palanca de su lugar de
nacimiento que hasta su viaje a América estaba en una vía muerta, para alejarse
de España. Cosa que íntimamente nunca lograría.
Pero San Martín no
pudo nunca valerse de Argentina para sustraerse del pensamiento que lo obsedía.
“Serás lo que debas ser”. Entendiendo por esto que se debía, corresponder en
los hechos el mandato tácito que habitaba en el orden de las cosas: Ser leal al
propio destino. A la propia Identidad, con la cual no se podía romper juramento alguno contraído.
El Combate de San
Lorenzo y cada una de las acciones que había librado al frente de las fuerzas
argentinas nunca habían podido alejarlo de su sangre española ni de su espíritu
español.
El General terminó
de escribir aquello y se detuvo,
Es curioso cómo la
gente vive lo que pasa, se dijo.
La mayoría de los
mortales parece creer que la vida se cumple, puntualmente, sólo algunos días del año, que la Historia depende sobre
todo de las efemérides, de los días en que han ocurrido hechos memorables como
aquellos en los que se han librado las batallas, por ejemplo. Tal vez porque alguno de
nosotros prepondera en esos días en los cuales se abren flores de su destino, y
después se difumina, desaparece y todo se oculta detrás de sí mismo. Cuando la
monotonía alcanza a la vida cotidiana a lo largo de los días el común dice que
“no pasa nada”. En este caso, el tiempo semeja un eslabonamiento huero.
El regresado de
América pensó que en la guerra que libraran los argentinos por su derecho a un
destino propio, muchos se asomaron a los hechos pareciendo interesarse en esa
suerte, las más de las veces con actitudes generosas y fraternas. Pero a poco, una inercia como de
lejanía se imponía a la constancia patriótica.
San Martín pensó
que lo que no parecía nunca ser objeto del interés del común es cómo
transcurría la existencia en su devenir cotidiano, qué pasaba en sus vidas, qué
era de ellos, los guerreros y, en mi caso particular, cómo resuelvo si es que
están enterados de ello, o cómo resolví, los constantes entreveros que no pude evitar.
Entreveros librados
contra las milicias de las distintas afecciones que han aquejado históricamente
a mi salud; úlceras, gastritis, reumatismo, neuralgias de distinto tipo, y
hasta temblores en mis manos y jaquecas,
Conste en este
punto que llegué a confiar y a creer en la Homeopatía, pero se ve
que la Homeopatía
no confió ni creyó en mí, ya que a pesar de las gotas y los comprimidos con su
método infinito de ingestión todo siguió igual.
En este punto San
Martín estuvo cierto en que la aparición del grueso de sus afecciones así como
la densidad, lo espeso de las mismas tuvo directa relación con el surgimiento
en su mente y posterior puesta en ejecución y práctica del personaje al que
imaginara en España y pusiera en escena en América.
La decisión de
abrir esa puerta tan delicada e íntima de su existencia, que resolviera
trasponer para dar paso a una nueva orientación a su vida fue acompañada por
una revulsión intensa de su Ser.
Uno tiene que estar
siempre bien, continuó diciéndose, íntegro, dispuesto, más allá de cualquier
inconveniente que pudiera limitarlo en su desempeño. Pero desgraciadamente no
es así, hay otras cosas.
El supuesto señor
de dos identidades pensó con ostensible
sosiego y manifiesto desasosiego: Dios me ha permitido, derrotar a enemigos
poderosos pero no he logrado todavía poner de rodillas a mis preocupaciones,
que las he tenido y las tengo. Sí, y a mis enfermedades.
San Martín, que
nunca había estado del todo a gusto con la suerte que el destino adivinaba le
tenía reservada, se vio verse haciendo cuentas que, en el mejor de los casos,
no aclaraban las cosas.
El vencedor de Chacabuco
y de Maipú siguió el hilo de su pensamiento que se desovillaba a su pedido, y con naturalidad.
Preocupaciones que
fueron de distinto tipo, y no sólo de carácter militar, continuó el General
para sí. Y esta intranquilidad que aún hoy me alcanza por el rumbo que tomará
mi vida después que se produzcan determinados acontecimientos de un futuro inmediato.
Desasosiego al reconocer que mi vida
viaja en algunos afectos no del todo correspondidos, inquietud por la rutina
diaria que me impongo alejada ya del condicionamiento militar y tan ganada por
la mezquindad política.
Como a todo el
mundo, en la consideración forzada de determinados asuntos que imponen
su resolución, está la obligación de
repasar problemas una y otra vez, y eso
se lleva mis buenas energías.
He allí cuestiones
que han comprometido en su momento mi funcionamiento estomacal y, totalmente,
la función reparadora del sueño. Ahora ya no. Pero ¿en cuántas oportunidades,
pensó, el insomnio se ha quedado con
recursos de descanso que necesité muchas veces?
Quiso fijar su
atención en aquel amanecer en el
Convento de San Carlos del que se cumplían años, la decisión tomada de pelear
contra los suyos, los nervios sujetos al igual que los caballos a punto de
pisar la barranca al cabo de la cual habían comenzado a subir los españoles,
momento en el cual se encontraba a punto de pasar de bando su lealtad de
soldado.
¿Cuántas veces
había considerado si estaba bien o mal tomar ese camino, a pesar de tener su
decisión en el bolsillo previa a cualquier simulacro de examen de conciencia?
¿Cuántas veces
imaginó a los españoles bajándole indignados el pulgar por aquella
deslealtad, quizás tantas como imaginó a
los argentinos cubriéndolo de Gloria?
Una cosa era
cierta: Las veces, y eran tantas, que había vuelto sobre el asunto no
confirmaban ningún acierto suyo sino que acercaban pruebas que su Conciencia
gozaba de buena salud. Ni reuma ni neuralgias en ella.
El 3 de Febrero de
1813 el personaje de redentor sudamericano que San Martín había reservado para
sí mismo, salía a escena.
Y la apelación
constante a Dios, a un poder superior, expresada públicamente al poner bajo la
advocación de la Virgen
a sus ejércitos, antes que significar un amparo de marchar por el buen camino
se le hacía que era la forma que el Señor lo auspiciara aún cuando se
equivocaba.
San Martín buscó el
mate que tenía junto a la pava hirviente en una pequeña mesa al lado de su
escritorio y cebó el primero. Cosa de argentinos el mate, se dijo, al que se
había apegado.
Pensó: Cuántas
veces ha ido mi caballo y yo sobre él tratando de resolver cuestiones tantas veces lejanas
del lugar donde nos hallábamos. Mi mente
repasando asuntos que recorriera una y otra vez y que trataba de desentrañar, buscando los pasos
angostos a recorrer que los dilemas
ocultaban, haciendo el esfuerzo por escuchar palabras que mi boca me debía.
¿Había hecho bien
al tomar aquella decisión? ¿había planteado el problema como correspondía? ¿La
misma marcha de los acontecimientos los resolvería en parte, o pensar en ello
era un disparate? ¿Es sólo la envidia de
los otros lo que los pone hoy frente a mí, o es mi conducta la que dispara
sin necesidad tantos enojos?
Ese era un asunto
complejo. Los españoles sabían muy bien qué había hecho él con la lealtad que
les debía. Pero los argentinos, muchos argentinos, favorecidos con sus
acciones, dudaban. ¿Porqué había hecho lo que había hecho? ¿Por ganar unas
cuantas monedas de oro? Y si no era eso ¿qué necesidad tuvo de abandonar a
España y guerrear en su contra?
San Martín sorbió
el mate y pensó que había algo que seguramente podían pensar los argentinos, y
que no tenía forma de revocarlo: Así como un día le dio la espalda a
España, bien podía dársela a Argentina.
Como siempre, las
preocupaciones se terminan comiendo mis energías, pensó, energías que después
cuesta reponer. Uno siempre pone el pecho a las dificultades, pero también en esto debe
haber una técnica adecuada que no siempre dominamos. Por lo menos a mí se me
escapa. También hace falta destreza y dominio de una técnica para navegar
contra la corriente.
Es cierto que no he
perseguido a lo loco la resolución de los problemas que, sin ser todos
dramáticos, piden una salida. A veces he tratado de dejarlos flotar esperando
que perdiesen algo de su peso. Pero las situaciones no son todas iguales y las
respuestas, por momentos, urgen.
De resulta de todo
esto, he allí mi prolongada excitación
nerviosa, que sufro y que ha ido por
delante y por detrás de las acciones de guerra propiamente dichas que he protagonizado.
A veces he pensado que intentar prevalecer sobre la adversidad a lo bestia, correte que
te mato, sólo a fuerza de una voluntad que gracias a Dios no me ha faltado ni
me falta, no es lo más conveniente.
Algo hermana a los
opuestos, y así como a la tentación, al deseo, no se lo neutraliza
compulsivamente, a lo indeseado, a las preocupaciones, tampoco.
San Martín pensó en
sus úlceras que, Dios santo, eran
heridas que nadie tenía en cuenta ni
veía y en las cuales los
problemas una y otra vez dejaban caer su
sal. Hizo una pausa y miró de costado para ver si estaba allí nuevamente el
temblor de su mano derecha. No, eso parecía en buena hora haber pasado. Sin embargo, en
otros tiempos…
¿Quién, a más de él,
sabía de las incontables veces que su alma había hablado de hombre a hombre con
su mano derecha recordándole el compromiso con su sable, su dominio esperado, la
esgrima histórica del mismo, la fuerza del golpe recibiendo órdenes precisas de
cómo debía descargarse, el pasaje sucesivo y veloz del sable cortando
el aire y otros elementos más densos, al tiempo que le ordenaba a esa
diestra calmar la tos seca de su temblor?
El guerrero pensó
en el insomnio que despertaba tan seguido su sueño. Su oficio militar no era una
sencillez. Así, pasó de considerar el temblor de su mano a la calma de su pulso,
Imaginó sus tripas heridas, esas úlceras que alteraban el peso muerto de su
necesaria tranquilidad, llegando a desconcertar
su estabilidad nerviosa.
Seguramente a nadie le resultaría sin cargo darle un curso a su vida, para ser el que fuese. Ahora bien, creía que pocos imaginaban que para él ser San Martín estaba muy lejos de serle gratis,
de caerle todo bien, de dejarlo en paz. No sólo por lo que los demás esperaban
de él como se lo hacían saber de distintas maneras sino por lo que él mismo
esperaba de su persona. Y lo que había tenido que dejar de esperar para
siempre.
Uno podía decirse,
consideró, se daba un camino de vida y
todo se encaminaba tras él, pero no era así. Había desvíos de la
atención, fracturas de los intereses, retardos en la constancia que por
momentos volvía engorrosa la marcha de la propia vida.
Hacía años que
arrastraba la sensación de tener que pagar más de lo debido al retirarse de la
ventanilla de recaudación del Impuesto al Ser. ¿Había tratado de dar el paso
más abierto que lo que el paso daba?
Sorbió reflexivo y
matinal su mate lentamente, le pareció sorber mecánico la vida. Creía que en un
momento dado y sin demasiados
atenuantes él había forzado a su deber
ser más allá de lo debido,.sí, esto era algo que se le imponía con el correr
del tiempo con mayor nitidez.
También podía ser
que hubiese colocado la varilla de su Identidad demasiado alta, llevándola a un
punto que nadie podía pasar por sobre ella sin voltearla.
De alguna manera y
en un momento dado había obligado a su decisión de vida a seguirlo sin chistar, le gustase o no, le había
impuesto acompañarlo fuere donde fuese.
Esa decisión
temeraria e insolente por donde se la mirase, esa resolución sin marcha atrás
de cambiar de bandera, debía seguirlo.
Volvían los
planteos a su mente casi como obsesión de algo que no encontraba la salida,
volvía la pregunta reiterada: ¿Podía hacer otra cosa que tomar el camino que
tomé siendo el que soy?
San Martín, que ya
era San Martín, que decididamente había querido serlo, acompañó con su mirada
la pluma que todavía sostenía en su
mano, colocándola cuidadoso en el
tintero. Nada lo distraía de las distintas e importantes cuestiones que lo
ocupaban. Deslizó su atención hacia la mesa, buscando el papel que había dejado
para releerlo, había algo en ese manuscrito aún fresco de tinta que reclamaba, todavía, cortesías de su mirada. Volvió hasta él para repasarlo, y se le hizo que al levantar el texto con sus ojos
algo pasaba.
Tuvo la sensación
que al asir aquella hoja sin que nadie lo observase se alineaban en el Patio de
Armas de su Conciencia varios años de su vida, se alineaban momentos, hechos,
lugares, personas y recuerdos que parecían ahora ordenarse naturalmente para
acompañarlo mejor en sus análisis.
Podía pensar que en
su aforismo se encontraba su suerte. No en el sentido que pudiera dársele a
esta idea dando a entender que lo que
ocurriera dependía de él. En sus manos la caligrafía daba cuenta de lo que su
suerte había sido. Cómo la había vivido él. De qué cara habían caído los dados.
No era simplemente
leer lo ya leído, comprobaba que su
relectura le terminaba abriendo puertas dentro del que era, le franqueaba pasos
de intelección, pasajes de su interioridad que habían estado seguramente
siempre allí ubicuas e ignoradas, aberturas tras la cuales asomaban
informaciones, datos, lo veía ahora, al alcance de su mano.
Tenía que aceptar
la evidencia que lo obvio traía consigo sus vueltas, sus pliegues y sus
profundidades que advertía.También se había propuesto alguna vez volver a
considerar cuestiones que terminaron cayendo en el olvido.
En definitiva, se
sorprendió, porque habiendo sido él quien pensara aquel concepto lo sentía casi
ajeno en su epifanía. Había metido su mano en el cajón de las intuiciones mecánicamente,
sacando ésta. Le pareció que hasta ese momento no sabía que sabía algo así.
Puedo decir que mi
vida más allá de la
Literatura que pueda haber generado o de los partes de guerra, abundante documentación
con la que trabajarán los historiadores, ha sido siempre encaminarse al cumplimiento de
su ser debido aunque, claro está, a mi
manera.
No está mal, pensó.
Esa idea “Serás lo que debas ser, o no serás nada”
que acababa de agarrar al vuelo y registrarla
le había caído bien de entrada, porque lo
saciaba tanto en la justeza conceptual que le atribuía, que consideró vasta,
como en la belleza de su forma. ¿Exageraba al ver en esa idea algún rastro de sabiduría?
Y como viendo la
cola de un pájaro al pasar, la cola de su aforismo, pudo advertir que el “Serás…” era el fin de toda la historia
en la culminación de su recorrido, como si se tratase de la aparición de las
generales de la ley que le cabían: El había hecho a un lado su lealtad de
soldado. Era cierto, a partir de ese momento había obtenido una gloria enorme.
Así y todo él debía ser (lo recordaba su aforismo) el que debía ser, leal.
San Martín veía que
su aforismo después de levantar vuelo y de conmover a propios y extraños,
pasaba frente a él. Como en un vuelo de reconocimiento, recordándole su
deslealtad.
Era posible que el
tiempo, que tantas veces le faltaba, le hubiese permitido ahora que lo tenía
analizar sin urgencias algunas cosas. Y entre tantos temas tironeados por las
circunstancias, debidos en su resolución más que al apuro de la reflexión a la
urgencia de las mismas, se hallaba ese
breve floreo proverbial que, lejos de ser nuevo en su contenido, lo acompañaba
desde hacía tantísimo tiempo.
Era cierto que
nunca lo había anunciado de esa forma, taxativamente, ni puesto por escrito.
Pero ahora, desangrado todo apuro, detenía su vista en aquella recova de su
conciencia y daba con el floreo. Vieja recova. Bello floreo.
Seguramente que en
ese mismo momento, en el que pensaba esto, habría un sin fin de ideas en su entendimiento
como aletargadas, más cerca de un estado vegetal que animal, que podrían estar
aguardando, a su manera, el momento preciso para ser escuchadas. ¿Tendrían su
oportunidad? El ex soldado del Rey sorbió el mate.
Sí, se dijo el
español por la razón y argentino por la fe José Francisco de San Martín, una cosa es saber, y una muy
distinta es saber que se sabe. Y tocando
suavemente, lo necesario, al caballo de su deducción éste echó a andar.
Vaya si una cosa
era saber y otra, bien diferente, saber
que se sabía.
En este último caso
soplan sobre la conciencia muy fuertes vientos de convicción que pueden
determinar ciertas acciones. Vientos que ayudan a mover las piernas para comenzar a andar.
Saber, siguió
diciéndose el Gran Capitán, como le llamaban algunos en Sudamérica, es como
sostener la idea que hay caballos en la inmensidad de la
Pampa. En cambio, saber que se sabe es
contar desde ya con que al chiflar a mi caballo que está en el potrero, vendrá
corriendo hasta mí.
Pensó en el ejemplo
que le daba el Ejército de los Andes. Esa epopeya que había comenzado al ser
pensada por él, tanto tiempo antes del
día que utilizara los pasos cordilleranos de Uspallata y Los
Patos.
Paseó lentamente de
tiro a su pensamiento y se dijo: Saber hubiese sido confiarme en aquella
oportunidad a mí mismo “si consigo los hombres y los recursos, tengo que poder
cruzar los Andes.” Había un desafío, en eso, un desafío más, yo me encontraría de vuelta
de la sorpresa y me dispondría a ejecutar la idea que concibiera al respecto.
Era moverme en otro
terreno. Teniendo resuelto el paso de los Andes mentalmente, habiéndolo cruzado
en ideas de distintas formas no retenía
ni distraía ninguna energía interna en resolver incógnitas al paso. Todo mi ser se volcaba a la resolución
victoriosa del proyecto como impulsando su éxito antes de repensar el tema.
Saber que se sabe
algo, pensó, es como abrir en abanico un mazo de cartas de una situación y tomar el naipe que se prefiera y jugarlo
como se debe.
Saber es mirar esa
calle por primera vez, irla descubriendo.
Saber que se saber
es anticipar, vivir ya el placer que produce recorrer esa veredas, anticipar el
placer de la vista de los árboles que volvemos a ver y
escuchar el rumor de la belleza de ese barrio.
Hay diferencia entre
una cosa y otra.
Yo sabía que terminaría pudiendo con los Andes,
se dijo San Martín. No tenía pruebas de ello pero lo sabía. Y así fue. Saberlo por
anticipado me brindó otras posibilidades.
San Martín se
encontraba a gusto con sus pensamientos, a los que nunca había detenido
pidiéndoles documentos, solicitando se identificasen, aunque se había tomado el
trabajo a lo largo de su vida de averiguar en qué andaba cada uno. No descubría
nada al reconocerles una importancia palpitante, una importancia latente sin
entrar a valorar a cada uno por separado, se le hacía que era como la respiración de su espíritu De una
significación vital, aunque no se hubiese detenido a pensar que pudiera
respirar de otra manera de lo que lo había hecho siempre. Tal vez más pausado,
más largo, pero respirar al fin.
El Oficial de dos
lealtades caía en la cuenta que así como en distintas batallas que lo tuviesen
al frente de sus tropas había levantado su mano guiada por su Índice señalando
el lugar de la próxima carga, el Índice aforístico de su caligrafía mostraba el sendero a seguir en la vida.
Todo aforismo era
una sentencia cuyo significado cumplía,
pero el significado de aquel “Serás lo
que debas ser…” era para San Martín como los ojos del imperativo, ese
imperativo que viajaba en los seres, marcándolos, desde que tenía memoria.
En la serenidad de
su estar, llegada un poco retrasada a su existencia, su comprensión se replegó detrás de su frente,
al parecer del mismo modo que se apretaran los granaderos según escribiera el poeta
casi un siglo después en la “Marcha de
San Lorenzo” los instantes previos al combate. Allí señalaba el bardo que “sordos ruidos” se dejaban oír de
“corceles y de aceros,” detrás de los
paredones del Convento de San Carlos previos a la lucha, divisorias que
vendrían a ser ahora las paredes de su frente, detrás de las cuales continuaban dándole
vueltas estos asuntos
Pensó que la
reciente originalidad de su máxima tenía
que ver no sólo con la elección de un camino en la vida, cuya virtualidad pendía
como una obligación sobre los hombres sensatos, sino con la vida de todo camino
que pudiera elegirse. Que no había vida posible sin deber que la infundiera,
sin que ésta se desplazase hacia lo debido a menos que se entregase en brazos
del caos.
San Martín acababa
de escribir: “Serás lo que debas ser o no
serás nada.”
Ese soy yo, pensó
divagando por el delta del sorbo de su
mate. Se le hacía que un aforismo era
como un pasaje de las Escrituras que uno abría al azar, aunque en modo alguno
se considerara un profeta. Todo refrán expresaba Verdad, y ésta correspondía a
una encrucijada de lugar y tiempo.
Pensando en esta
máxima se me hace que ha existido antes, desde mucho antes que yo la concibiese.
Me parece, por ahí, las recomendaciones
que me daba mi madre al despedirme al marchar a la escuela.
Siempre he sentido
una gratitud por la sabiduría sintética y ágil de estas proposiciones. Si fuese
ello posible, me gustaría volver una vez más de la escuela y decirle “gracias, madre,
todo lo que me dijiste era cierto.”
Efectivamente, San
Martín ya vivía su aforismo repetido mentalmente, como a un familiar directo
que cualquiera puede tener, que fuera a saber uno dónde había estado hasta
entonces, ausente tanto tiempo, y que ahora se encontraba allí sentado a la
mesa del trato coloquial, y al cariño tanto gnoseológico como genealógico.
Había dicho “Serás”, porque desde que tenía memoria
llevaba inscripta en la piel de su razón la obligación de las cosas de alcanzar
su destino. Nada boyaba en el infinito sin un Ser, sin una identidad, y sin un
deber ser al que se debía como ente.
Había sabido desde
el vamos que el Orden natural no deliberaba, que iba cumpliéndose con una
meticulosidad que oreaba todas las mañanas. Y en ese Orden, él lo sabía, no se
trataba de acceder a cualquier destino sino al destino
providencial que a los entes le cabía.
Como mirando a los
ojos a esa idea, a esa mujer reencontrada a la que sometía a una vertiginosa
sesión de reconocimiento, halló en ella una mirada que podía definirse como de
“todo no es lo mismo” . Los ojos de esa idea, los ojos de esa madre se lo
decían. Al tiempo que advertía que tampoco todo era para todos.
Cada cosa, en
definitiva, debía encontrarse con la que era, pensó. Tendría que hacer su
camino, caminando su hacer. Fuera lo que fuese.
San Martín entendía
que ese “Serás” debía considerarse siempre como un vuelo,
como algo que había despegado de la inercia desde la situación en el mundo de
algo que ya existía. Veía que ese “Serás…”, haciendo su camino por separado, esperaba a
ese algo que existía en su mismo punto de encuentro: su destino.
Si se tomaba por
caso a un hombre, éste llegaba a convertirse en esa cualidad que no era otra
que su propia realización. Cualidad ésta
fuese la del sabio, la del santo, la del
héroe o la de un simple hombre vulgar que debía alcanzar a lo largo del tiempo.
Todo costaba, a todos les costaba, se dijo. Incluso a aquel, el más abandonado
y ordinario de la vida que debía arrastrar a cada paso la pesadez sin
horizonte del propio desamparo que
prohijara.
Esa mañana José
Francisco tenía la sensación de saber, de ir sabiendo cosas interesantes, pero
no de saber de ahora para siempre. Como si esa hermosa joya que había labrado por escrito en un
instante fuera susceptible de ir siendo conocida más y más según la voluntad y constancia que
tuviese quien se decidiera a impulsara mentalmente. Él, en primer lugar.
Ahora, el caballo
de la mente de San Martín iba al descansado paso de lo fácil, más cerca de
soltar un saludo que de articular una ayuda, como volviendo a las casas de las
que saliera hacía tiempo llevando no sólo a su jinete, llevando todo tipo de
avíos para su espíritu, que oportunamente éste le pidiera.
El observador
observado que era había dicho “Serás lo
que debas ser” utilizando el “serás” como atributo final a conseguir,
llegado el caso, de la existencia que precedía en la base y hacía posible ese
futuro.
¿Dónde se hallaba
el banco genético natural, el reservorio
vital desde el que crecía todo “deber”, todo “serás” de los propios sueños? se
preguntó el residente en Bélgica. Y sucedió a su pregunta pensando que:
corresponder los sueños era iniciar la marcha por el cumplimiento del “serás”.
Y respondiéndose a
la pregunta por el origen del Deber supo que el Deber era inseparable del Ser.
Que no había Ser sin Deber. Y que lo debido del Ser era su destino.
El hombre podía
proponerse ser fiel a sus sueños a lo largo de su vida, pensó. Que no todos los
hombres eran capaces de esa fidelidad. En el caso que esta se diese, primero debía
ir por sus sueños. Esto era con lo que debía arrancar su camino. Ubicar sus
sueños, tarea que no siempre era una sencillez y, mucho menos, en quienes no
eran dados a mirar dentro de sí mismos. ¿Por qué ir por los sueños? Porque los
sueños son el destino del Ser.
En otras palabras:
El Deber, de lo que fuera, era cumplir los sueños de ese Ser que era.
Los sueños de un
hombre podían hallarse en lugares impensados, próximos o lejanos para su
reconocimiento en los vastos territorios de la conciencia personal. Pero
siempre estaban.
No siempre llegaba
a darse con ellos en un momento interesante de la adolescencia, o en alguna
sorpresa de la infancia, o al salir a la calle buscando un poco de aire fresco
después de experimentar una desgracia.
Por lo general la
gente no sabía, pero en oportunidades los sueños debían ser rescatados, debían
ser objeto también ellos de liberación. Por variadas razones que incluía la
negligencia, la cobardía, la timidez o una determinada confianza en sí mismos
mal entendida, los sueños del hombre podían haber caído en cautividad, yendo a
parar a oscuros sótanos de la conciencia personal.
De ser así, el hombre debía ponerlos en libertad como ocurría tantas veces, liberándolos de la
indolencia o de la vulgaridad. Pero eso estaba lejos de ser todo lo que debía
hacer el hombre por sus sueños. Reunido con ellos en el momento de su vida que
fuese, correspondía que los pusiese en
condiciones. El hombre que fuere debía buscar dotar a sus anhelos primeros de
un elemental estado físico.
Que los músculos de
sus sueños fuesen adquiriendo el tono
adecuado, capaz de enfrentar el esfuerzo
y de resistir el cansancio. Y casi en el comienzo de la preparación de los
mismos, juramentarse fidelidad para marchar juntos a su destino.
A San Martín le
constaba que había una necesidad recíproca del hombre con sus sueños: Aquel era
la garantía de la realización de éstos.
Pensó San Martín
que de un hombre se diría: En su vida le fue fiel a sus sueños, convirtiéndolos
en realidad. Allí, el “Serás lo que debas
ser” habría encontrado su destino.
El ahora General
San Martín divisó a través de la puerta entreabierta de su Entendimiento, tal
cual la viese por primera vez años atrás en su fresca adolescencia, a esa
hipótesis temeraria e insolente que hiciera suya en cuanto vista, hipótesis que
no pudo blanquear ni sus extraordinarios éxitos militares: Que alguien pudiese
tener dos madres en la vida, servir a dos banderas en la guerra, ser fiel a dos
lealtades en el alma.
Esa fue la cuestión
de su vida.
Se dijera que esta disyuntiva
fue la que le abrió los ojos a la vida antes que sus ojos viesen. Su sangre, su
familia, su espíritu, todo lo que era su Identidad española había dejado que
los soles sudamericanos la repasaran, y José Francisco se forzó equívocamente
desde entonces a reconocer que su bronceado argentino era más que eso, era un
rasgo patrio.
Sabiendo que él era
español permaneció siempre asonado a esa ventana ingenua de una Identidad escolar que pretendía definir como natural de
un lugar, o miembro del pueblo del mismo, a quien tan sólo hubiese nacido allí,
sin importarle qué sangre corría por sus venas y a qué familia pertenecía.
El olvidado de
Bailén y de Arjonilla sabía positivamente que así como llenar a una vida de
trabajo, por no saber qué hacer, no era darle contenido, del mismo modo el
haber visto la luz al momento de nacer en un lugar del mundo, no lo hacía
propio de él. Menos, mucho menos, si los padres del nacido no eran de allí.
San Martín sabía
bien que eran necesarias por lo menos tres generaciones consecutivas de
nacimiento en un lugar para arriesgarse a decir que se era “natural” de él. Que
se pertenecía a ese pueblo allí establecido.
En la mañana belga
del aniversario del 3 de Febrero de 1813 San Martín entrevió esto y siguió
adelante.
Del filósofo árabe
Averroes José Francisco había tenido noticias hacía mucho tiempo. Si bien sus
lecturas más frecuentes habían sido sobre temas militares, la Filosofía no había
estado ausente de sus manos. Aquella Edad Media, Edad Quieta, la presencia de la Iglesia en todos los
rincones de Occidente. Y los tres sabios: Tomás de Aquino, Maimónides y
Averroes.
De Tomás de Aquino
le sorprendía a San Martín esa tardanza
de siglos que parecía colgarle a los pasos del monje una lentitud patética, una
lentitud histórica. Estaba visto , aún para el menos advertido, que Tomás de
Aquino siempre quiso ser Aristóteles. Pero Aristóteles ya había sido.
Del sabio judío
Maimónides le asombraba esa capacidad que parecía no tener fin para explicar,
lavar y planchar si se quiere, a las Sagradas Escrituras. Dejándolas listas
para estar en hoja y ser lucidas en la fiesta de la Teología. Todo eso aparecía en
su obra magna “Guía de los Perplejos”.
Y de Averroes,
¿quién lo había puesto en su camino?, le fascinaba la capacidad atlética de su espíritu,
la velocidad de éste, su fuerza, su vista de lince, su capacidad para
anticiparse a las trampas y su ascenso victorioso a ese coloso montañoso del
que llegaba a alcanzar la cima: La
Teoría de la doble verdad.
Gracias a Averroes
San Martín no estuvo nunca solo en su aventura brava de conciencia.
Porque con
Averroes, la cuestión de su vida había encontrado una salida. Sin que esto
fuese a valer por más que una resolución formal del asunto.
Y no sólo una
salida había encontrado con el árabe
Averroes, San Martín. Había dado con una entrada , pero no una entrada
cualquiera. Esa posibilidad de argumentar sobre la duplicidad de algo al mismo
tiempo le parecía más un Arco de Triunfo que una simple puerta.
Con Averroes ganaba
el derecho teórico a defender lo
indefendible, que algo pudiese ser y no ser lo que era al mismo tiempo. No sólo
era un recurso extraordinario para fogonear su doble lealtad sino la ocasión no
buscada de transformar a Averroes en el Gólgota del Principio del tercero
excluído.
La Doble verdad, San Martín lo sabía, y Averroes lo
supo siete siglos antes que él, era una
reverenda falsificación de la Verdad,
una adulteración cuidada de la buena fe, un engaño filosófico rapaz, un liso y llano fraude. Las cosas en su
lugar.
La cuestión no se
cifraba en que dos cuerpos de doctrinas, la Filosofía y la Religión, pudiesen
explicar a un objeto desde distintas perspectivas, una desde la razón y la otra
desde la fe, cabiéndoles a amas una suerte de mágica verdad delegada en cada
caso.
Porque si bien es
cierto que en el hombre pueden alojarse sin problemas infinitos cuerpos de
doctrinas, eso no habrá de significar que exista más de una Verdad.
Averroes sabía, y
José Francisco también, que el hombre no se dividía, y que dividido no podía
vivir su vida según el día que le tocase vivir, de acuerdo a la razón si eso
precisaba, o de acuerdo a la fe si lo requerían las circunstancias. Eso era un
mamarracho conceptual.
Pero además, y como
cortesía de conocimiento cabía decir que la razón estaba llena de fe.
Y había más, porque la fe se encontraba colmada de razón.
Entonces, pudo
pensar el Jefe de Granaderos, para
dejarse guiar por la razón, más allá del mamarracho teórico de Renato Descartes
y del desaguisado filosófico del Racionalismo, uno debía atribuirle a la razón
una certeza, una veracidad, una autoridad que nada hacía sensato de otorgarle.
¿Por qué? Porque el
hombre no ha sido nunca su fundamento. El hombre no se ha dado nunca el Ser, y
la razón y la posibilidad de hacer
Filosofía le han sido concedidas como instrumentos de los cuales valerse para orientarse en
medio del milagro de la vida. Instrumentos
estos mucho más precarios que la intuición pura o que la misma iluminación
espiritual.
San Martín tuvo
frente a sí al filósofo musulmán y creyó agradecerle por esa parte que le debía
de puro ilusionismo, que vaya si le había servido. Y le serviría llegado el
caso para argumentar Y al tiempo parecía comunicarle que el planteo era falso.
Si algo necesita de
la fe del hombre, en el sentido que no va a engañarlo como puede hacerlo una
mujer, eso es la razón.
En segundo lugar,
tampoco es lícito ni cuerdo que el hombre viva dividido, habiendo entregado su
corazón y entregando en ese estado su confianza a la idea que la fe es ciega.
Porque si algo ve la fe es todo aquello en que la razón la asiste.
Nadie tiene fe en
cualquier cosa, porque sí.
Ni las
supersticiones más audaces se sostienen en el aire.
Y si la Doble verdad es una falsificación, una
reverenda falsificación de la verdad, una adulteración cuidada de la buena fe,
un engaño filosófico rapaz, un liso y llano fraude, no por eso dejó de servirle
al nunca bien ponderado y talentoso
filósofo árabe Averroes para evitar que
la por entonces omnipotente Iglesia lo arrojase a la hoguera.
Del mismo modo, esa
Doble verdad fraudulenta le sirvió al
Libertador General José Francisco de San Martín para evitar ser llamado
“traidor”. Y muchos dejaron que el silencio alcanzase al adjetivo.
Traidor, por
haberse pasado olímpicamente de bando.
Porque habiéndose
formado en las armas del Rey de España, un buen día le dio la espalda. Tanto a
uno como a otra, transformando la previsible fidelidad de cualquier buen
soldado en todo tiempo y lugar en una deserción injustificable, en un renegado
de la peor especie.
Desde que escuchara
la teoría de “la doble verdad” que sostuviera el musulmán tratando de matar dos
pájaros de un tiro, salvar su filosofía y salvar su vida, se había precipitado
a leerlo. ¿No tenía él, San Martín, dos maneras distintas de presentarse, como
español y como argentino, al menos en lo formal?
Que el hombre
buscase y terminase pudiendo probar sus argumentos por la razón y, cuando se hallaba complicado conceptualmente
recurriese a la fe, le parecía un hallazgo.
Después de pensar
en esto San Martín pensó en la inteligencia sutil de lo creado. En términos
generales, todos los hombres podrían
alcanzar su destino. Que la sabiduría del Creador había colocado en los humanos
ese deseo recóndito de satisfacción, deseo que correspondía en cada uno a su
propia naturaleza, sueños que los hombres constantes podrían realizar. De allí
que los dotara de distintas habilidades innatas que los orientaban, vocación
mediante, hacia el destino debido.
Quien fuera soldado
del Rey se paró, respiró hondo y caminó
lentamente por su gabinete. Le agradaba el curso que su pensamiento iba tomando
esa mañana.
“Serás, serás…” se
repitió. ¿Qué cosa?: Seguramente, lo que cada ser humano debiera ser. Que no
era en absoluto algo uniforme. El hombre debía colocarse sobre los hombros
aquello en lo que debía realizarse. Como un arnés, como una mochila según el
caso, como un saco o vestimenta existencial que lo emprolijaba desde adentro y
desde afuera.
Tierra adentro del
pensamiento también se dijo San Martín: En el hombre hay algo que aguarda. En
el hombre siempre hay algo que aguarda, algo a lo que no se debe
dejar esperando.
Siempre es el alma el baúl que guarda lo que en el hombre aguarda, creyó.
Pero si el hombre,
un hombre como ese que tenía en mente San Martín, no correspondía a aquello a
lo que se debía, entonces vería secarse delante de sus ojos todo fruto de su
existencia.
Sí, esa imposición
tajante que leía en la naturaleza de las
cosas y que en su máxima expresaba como
“serás lo que debas ser”, comprobaba
que venía al hombre tanto desde su interioridad, como desde afuera en su trato
con el mundo exterior. Desde el ser por un lado, y desde el estar por otro.
San Martín se
convencía que en la vida el hombre debía rendirle tributo a lo que terminaría
siendo su atributo de vida. Creía que si bien había distintas formas de cumplir
con lo debido, lo esencial era inclinar el cuerpo hacia delante y comenzar a
caminar en ese sentido. Que todo nos predispusiera sabiendo que aceptábamos
nuestra responsabilidad de ser.
En lo que a él se
refería era obvio que lo suyo era lo militar, y lo que quedaba para pensar era
la manera de serlo. ¿Valía para él lo de Averroes? Ese era el nudo de la
cuestión. Valor. Se descontaba que un soldado debía ser valeroso. Sí, ¿Pero
valeroso para qué?
Pensó que había
razones por las cuales el hombre no
podía hacer sin más lo que le viniese en ganas, y la primera de esas razones
era que él no era su propio fundamento. El hombre no se había dado ni su razón de ser ni su
vida. El hombre debía corresponder y corresponderse a la dinámica de su espíritu. Y ese espíritu tenía sus leyes.
El General acercó
su boca a la bombilla y chupó prolongadamente del mate cebado mientras miraba
un poco más allá el papel recién escrito. ¿Eran las enfermedades
manifestaciones de los problemas no resueltos?
Concedía que el hombre podía alcanzar su verdadero
destino cuando respetaba las leyes de su espíritu, debiéndose a las mismas. Pero
no deseaba prolongarse demasiado en cuestiones espirituales, no fuese que éstas
terminasen distrayéndolo de su interés primero: Qué ser. O, por mejor
decir, cómo ser lo que se debía.
El entendimiento de
San Martín parecía estirar una y otra vez sus manos en saludo para estrecharlas
a otras manos, las palmas de las comprensiones sucesivas que se iban dando paso
unas a otras.
Veía que el Ser,
como no podía ser de otra manera, venía
a ser la patria de todos los destinos posibles de los entes. Todos los “Serás”
que pudieran ser se encontraban dentro
del Ser.
Dicho de otra
manera: La realización o el fracaso de la vida de un hombre tenía que ver con
la correspondencia de ese hombre con su Ser. Dar con sus sueños, y luego de su
encuentro con los mismos llevarlos, al cabo del
viaje desde sus orígenes, transportándolos en su espíritu, vehículo del Ser, hasta su
realización.
San Martín pensó en
lo que lo hacía pensar.
No era que volviese
sobre sus pensamientos por primera vez, pero había cuestiones sobre las que, a
esa altura, no deseaba mirar atrás. ¿Resoluciones tomadas, tal vez? Cuestiones
a las que había decidido darles un rumbo
determinado en el pasado y que, más allá de críticas posibles, le habían sido
útiles en la vida.
Allí estaba el tema
recurrente e inacabable de su Identidad, que más que revolverlo de una vez y
para siempre San Martín había buscado que no lo molestase para llevar a cabo lo
que tuvo decidido desde un principio: Moverse en este mundo como si fuese
posible hacerlo con dos identidades: Ser español y ser, también, argentino. Qué
tal.
Al reflexionar con
detenimiento sobre el Ser sintió que comenzaba a pisar una impensada tierra
firme, a hacer pie en el solar de los conceptos, nación inteligible de los
mismos, que a unos les concedía gallardía, a otros la impronta de la Sabiduría, y a casi
todos esa Voluntad para la acción y el poder en las cosas.
San Martín
vivenciaba desplazarse por momentos al galope corto, distendido y fácil de su
discernimiento. Y la ductilidad con que parecía ir obteniendo esas primicias de conocimiento parecía
volverse sin solución de continuidad en galope de primavera, primavera inesperada, cuando la mente ecuestre de José
Francisco de Yapeyú florecía en
conceptos varios.
En primer lugar
revivía la impresión de prodigarse en su tema general recién escrito y, tras él,
el Jefe veía crecer ante los ojos de su vivo interés los aspectos puntuales que
aquel encerraba.
Por acá tenía al
Ser, al fundamento de todo lo que
existía, el principio de todo lo que se manifestaba. Y por allá su atención se
ubicaba en el destino del hombre, lo que éste pudiera llegar a ser en su vida,
el atributo que terminaría dibujando su propio camino en este mundo.
Recordaba a Séneca
que decía que la vida era milicia, no faltándole razón en ello en sus cartas a
Lucilio se lo recordaba para su
gobierno.
Cuántas veces había
releído esa carta donde el romano se
refería al destino como causa inteligente
de las adversidades que debía enfrentar el hombre, no para frustrarlo
sino para probarlo y conducirlo al éxito. Que las piedras en el camino no
tenían nada de accidente fortuito.
Séneca le deseaba a
su hijo que no fuese favorecido por los hados. Que no lo acompañase la suerte.
Y enseguida le preguntaba qué prefería, si vivir en el mercado o en un
campamento. Porque no había duda, la vida era milicia. Los hombres arriesgados
sabían que podían ser juguete de la fortuna. Esos eran los más valerosos.
En cambio,
continuaba Séneca, aquellos que se entregan a un reposo indigno, a un descanso
vergonzoso, son vagos que respiran desprecio.
San Martín sabía de
memoria ese pasaje, y volvía a saludar militarmente al Orador famoso en el
respeto formal de su recuerdo. Pensó que si bien era imposible que todos los
hombres fuesen soldados, a todos le cabía procurarse un espíritu de riesgo y de
coraje.
Al Santo de la Espada, al decir de Ricardo
Rojas, le hizo bien pensar en esto. ¿Acaso no estaba hablando de sí mismo?
Pero claro, el
sancta santorum de su dilema no era el coraje, al que nunca puso en cuestión y
al que siempre se había debido, era el tema de la Identidad.
¿Alguien me creerá si
digo que de chico, estando entonces como Cadete en el Murcia, yo sabía que la
cifra de esta vida, el santo y seña para poder cruzar ese paso fronterizo para
dejar atrás tierras de la ignorancia primera, el santo y seña para seguir tierra adentro del conocimiento era
“Serás lo que debas ser o no serás nada”?
Yo lo sabía. Con otras palabras, o con ninguna palabra, pero lo sabía tanto
como que ahora puedo explicarlo. Como que ahora pude escribirlo.
Yo no había leído
eso en ningún lado ni me interesaba
demasiado por asuntos de Filosofía por
aquel entonces, era muy chico, a una
edad en que ningún joven trata esas
cuestiones, pero sabía de alguna manera con alguna parte mía que existía una
obligación de ser lo que me correspondía. La sensación era que aquel mandato se
había disparado en algún lado, que aquella flecha había partido de lo que hoy
puedo llamar Ser y por entonces llamaba simplemente “vida”. Que eso había
ocurrido cuando lo que hoy era, el hombre que existía, había llegado a esta
vida cicatrizando la herida de no ser.
Y volvió San Martín
a Séneca, y pensó que al decir lo que
decía tenía que ver con no poder sustraerse a un rigor, a una obligación del
Cielo que ya estaba en camino. Que iba
del Ser al deber ser. Hizo una pausa pensando que a esa altura hasta la yerba
era parte de la reflexión.
Y continuó: Es
cierto que este ser lo que yo debía ser, aún en su acatamiento sin reparos de mi parte de ningún tipo se ha
llevado algunos paraísos de mi salud, como recordaba hacía un momento.
Veo, hoy veo, cómo
distintas imposiciones que hacían al progreso de la realización de mi destino
como militar llegaron a desgarrar una y otra vez las ropas de mi tranquilidad.
Dios mío, ¿estaría
escrito que en este día debía tomar conocimiento de alguna idea que ya sabía?
¿Será así? Valga la honestidad, de momento estoy delante del mismo horizonte
del que he estado a lo largo de cuarenta y siete años y veo lo que nunca antes
había viso. Allí detuvo el curso de su pensamiento, y puso su atención en algunos pasos que dio con
su mirada perdida orientada a la ventana
del ambiente.
Se encontraba esa
mañana de pie delante de una pared que se extendía hacia derecha e izquierda y
que, en lugar de obstruirle el paso a su camino, se lo facilitaba.
A esa altura San
Martín veía y veía.
Y captó algo fugazmente
que no deseó retener con su intención.
Fue como un golpe
de conciencia y nada más. Como un rayo iluminando la noche de sus recuerdos. Había
pasado por su entendimiento la utilitaria teoría de la Doble verdad que lo
habilitaba imaginariamente a tener dos
madres en la vida, servir a dos banderas en la guerra, y ser fiel a dos
lealtades en su alma. Tal vez, demasiado. Pero cosa juzgada para él.
Cosa juzgada pero
no cerrada, porque aunque hubiese arriesgado su vida en lo que la terminó arriesgando, su historia
no había cambiado, los hechos no se habían modificado tal cual habían sucedido
a lo largo de su vida, y se hallaba en Bélgica. Sin poder volver a España, que mal
que le pesara era su Patria.
Y España seguía
estando donde había estado siempre, lo mismo que sus símbolos patrios que él
había soslayado un día, increíblemente.
La cuestión de su
vida estaba y no estaba resuelta, desde el momento que nadie debatía sobre su
propia nacionalidad, en tanto que él se encontraba con aquello a cuestas.
Ahora que el
recuerdo era un jubileo de sorpresas y bastante más que puntos sobre las íes,
muchas íes levantándose del suelo irguiéndose, buscando su lugar entre palabras
o bien entre las sílabas, él no revería lo que fuera su autorización a sí mismo
a suponerse una excepción en el orden de las cosas.
Era cierto que ahora
veía el Ser como no lo viera hasta entonces, soporte de todos los soportes,
piedra sobre la cual levantar toda iglesia de vida, y acababa de ver cómo esa
máxima le salía al encuentro desde sus
entraña llegando hasta la pluma
entintada de su lapicera, permitiéndole comprobar su exactitud fuera de tiempo.
Sin embargo se
negaba a volver sobre algunos de sus pasos, pasos de vida, pasos con los que acortara camino campo traviesa
entre el equilibrio de la Naturaleza y su
necesario equilibrio personal. En el mundo se podía tener sólo una madre, una
bandera, y una fidelidad, aunque nunca había descartado que él pudiese ser ese uno en millones que escapase a la regla.
Sorbió el mate en
paz en el exilio de sus enfermedades y molestias. En el doble exilio, el exilio
del que era originalmente, y el del personaje que había creado en detrimento de
aquel. Y se dijo: Sea.
Y al mirarse en ese
momento a la distancia de su doble
historia se sintió en el exilio de su exilio.
José Francisco,
sorbió por la bombilla otro trago de su mate y se vio volviendo de esa noche de
signos en las cosas, de señales que traían
las ideas que pensaba, ese amanecer de sentencias en las máximas que la
cuestión de ser unía una con otra en la vida. También la cuestión del Ser, de
aquello que daba pie para que cada cosa fuese, había estado inextricablemente
unido a su Identidad
Un instante. Una
fugacidad de conciencia. Como un destello de percepción fue lo que experimentó
y en ese momento su acto reflejo fue como levantar el pie de un charco que apenas
si había pisado en su ras sin llegar a hundirlo del todo, tocando el agua pero
retirando el pie sin mojarlo por dentro, solamente la suela, la base del zapato.
No había advertido
que ese pañuelo de agua estuviese allí, se lo había llevado por debajo y ahora
retrocedía veloz y apenas, como evitando anacrónico lo que de hecho no pudo
evitar.
Se detuvo
mentalmente después de lo que había visto. Seguramente que por el lugar de esa
evidencia que ahora lo sorprendía había pasado
cantidad de veces, ignorándola. Como ignorara el charco. Y en ese
momento cuando estaba por pasar una vez más como siempre algo había tirado de
la manga de su atención de manera que no pudo sustraerse al llamado. Debía
detenerse, mirar hacia allí.
Las letras habían
volado delante de sus ojos, abiertas y ubicuas, todas saliendo de algún lado y
en camino a otro. Eran dos grupos escasos de letras, dos grupos de tres que
saltaran al paso de sus ojos ya formadas en dos palabras y que, al mismo tiempo
marcaban a fuego su entendimiento. Como si se tratara de la fatalidad de dos
palabras. Una de ellas comenzaba con minúscula, la otra con mayúscula
Esas dos palabras
decían “del Ser”.
Dos palabras de tan
corto recorrido y al mismo tiempo de
enorme significación para él. De un valor que nadie podría apreciar si él no lo
revelaba. Él, que recién a los cuarenta y siete advertía ese valor. A la primera, a esa contracción, parecía
corresponderle la función de presentar el tema: A la segunda etimología
bifronte, sustantivo y verbo, le iba todo el peso. Se trataba del Ser, pensó
San Martín. Nada menos De eso que había estado ostensiblemente presente en las
reflexiones de ese día
Frente a él todo lo
que significaba el Ser, nada menos. El ser de todo lo que existía. Y si ese era
un gran tema entre otros temas, lo era más aún para él. Porque esa intuición furtiva
que acababa de tener le recordaba, más allá de su significado explícito, lo que supo siempre y nunca retuvo: Que su
madre se llamaba Gregoria Matorras del Ser. Del Ser. Del Ser. Del Ser.
San Martín movió
apenas la cabeza como para comprobar si lo habían escuchado. Si alguien había
registrado el pasaje de ese dato que había hecho mucho ruido dentro suyo al
caer.
Matorras del Ser había
tenido hacía cuarenta y siete años un hijo que hoy se ocupaba del Ser de los
seres, aunque no como apellido suyo que le entregase en su filiación. Desde
algún lugar su madre ahora le hacía presente un tema entrañable que llevaba
latiendo en su Identidad: Del Ser. Que si no se había detenido a considerar
antes quizás fuese porque su mirada interior no pudiese bajar todavía a los
abismos de la Identidad.
Todas las madres
les daban el ser a sus hijos, pensó el Vencedor de los Andes, pero casi ninguna
hacía referencia a eso en su propio nombre.
El nombre de su
madre era una muda docencia que, puesta a desarrollar su índole, podía llevar
una vida entera considerarla.
¿Cómo podía ser que
nunca antes a lo largo de su existencia el segundo apellido de su madre le
hubiese llamado la atención?
Y aunque hiciese
instantes que eso había ocurrido, ese segundo apellido recién llegado tenía para él más peso que el primero, el de
siempre: Matorras.
¿Matorras del Ser?
¿Matorral del Ser?
¿Lo suyo era un
lugar del suelo en el cual las ramas, los arbustos, la vegetación, rodeaban,
ornamentaban, daban realce al Ser que crecía allí, más que como una especie de
árbol como una especie de símbolo?
Sí, él, San Martín
tenía un trato marcado, explícito, una señal con el Ser, con lo que era. Y ese vínculo, esa
ligazón parecía de buenas a primeras estar auspiciado por un significativo
condicionamiento genealógico.
Y ahora esto. No,
no lo sabía de siempre, lo acababa de ver: su madre se llamaba Gregoria
Matorras del Ser. Dios santo. ¿Me estaré por morir? ¿Serán estas las vísperas
que ocupan los últimos momentos de alguien que comienza a ver la vida que ha vivido, en segundos?, bromeó con su
mayor seriedad.
No estaba bromeando
ni había estado tomando:
Delante suyo se
hallaba, de pie, esa evidencia: El nombre completo de su madre. No se movió
para no corregir en nada la visión de ese concepto, quedó detenido a merced del
mismo. Acabo de escribir que el hombre
será lo que deba ser, o no será nada, se dijo, Me repongo como puedo de esta grata
sorpresa, trato de ponerme a la par de mi mismo dado que a veces me saco
ventaja mentalmente, que después me cuesta descontar. Y reparo que mi madre se llama “del Ser”.
Del Ser, repitió
como una invocación. Del Ser, dijo, como un mantra, del Ser, una vez más,
pasando la cuenta de un rosario de estupefacta alegría.
Esto no sabía que
lo sabía, esto lo sé por primera vez en mi vida.
Siento que mi
madre, siendo la misma de siempre parece salirme al encuentro en un lugar de
ayer que ubico en hoy, florecida de significados que se arraciman en su hermosa
sonrisa, como diciéndome “Esto también es para vos, hijo”. Y yo siento una
enorme gratitud por decirme lo que me dice, que valoro instintivamente con la
mayor ponderación.
San Martín detuvo en el acto la Ceremonia del Mate y
miró fijo a ese concepto, a ese nombre, Ser, que era nombre de su madre:
Gregoria Matorras del Ser. Como si todo lo que ella era , que en efecto era
así, fuese devuelto por el espejo etimológico de la Identidad.
Aquel era más que
un día.
Lo que su
madre era estaba sujeto, pautado y dependía del Ser. Y
si todo lo que existía era silenciosamente hijo del Ser, él, el General nacido
en Yapeyú, era doblemente hijo por recibir del Ser su ser y por haber recibido
a través de su madre, que se llamaba así, su vida.
Ese nombre de
nombres, que yacía en el interior de todo lo que se levantaba sobre los pies de
su existencia se hallaba frente a él.
Gregoria Matorras del Ser. Gregoria de todo lo que existe. Gregoria del Ser de
Gregoria. El General detuvo nuevamente su caballo mental y aguardó que llegara
todo el sentido que venía dentro del sentido de esa presencia.
El Padre de los
Andes miró a los ojos a ese término, al nombre propio aparecido, al
sustantivo de noble linaje: Ser. Eso ha estado siempre ahí, se dijo, esto no ha
aparecido ahora, ocurre que hoy lo he visto. Pasa que después de 47 años, vaya a saber uno por
qué, he levantado la vista de mis cosas
en las que estaba ocupado, he llevado mi mirada más allá de la inmediatez de
las ocupaciones de siempre, y mis ojos han visto ese nombre: Ser.
O tal vez, no.
Yendo más lejos podría decir que tal vez haya hecho algo bien y esta es la retribución, el premio, dar con lo que siempre estuvo dado
tan cerca y tan lejano.
¿Tan atropellado he
sido? Tal vez de allí mis problemas de salud, que recién hoy los veo en una
perspectiva de comprensión de los mismos.
Ocurre que en fecha
aniversario del bautismo de fuego del segundo San Martín que quise ser veo al
Ser. Al Ser que da entidad a cada cosa que existe, formando parte del nombre de
mi madre. ¿Qué más cerca de mí podía estar?
Porque “Del Ser” no
es un nombre como el de Yapeyú, en el que un día caí y otro día me fui. “Del
Ser” es lo que soy y seré hasta el último día de mi vida. Del Ser, como
Matorras, como San Martín, es lo que me hace ser el español que soy y al que en
un momento dado me he negado.
Y la secuencia en
la cual lo termino reconociendo,
ubicándolo en mi familia no es otra que la que sucede naturalmente a la
secuencia en la que escribí la máxima “Serás lo que debas ser…” Como si
habiendo comprendido ese principio elemental que exige el poder ubicarse uno en
la vida, se me concediese ir un poco más allá, después de advertir y aceptar la obligación moral de ser aquello
para lo que uno ha nacido.
San Martín no se
sentía mejor persona por lo que experimentaba, pero sí gozoso receptor de esas
blancas intuiciones que se iban
sucediendo, dejándole en la piel de su mente un bronceado de sol de sabiduría y
de descanso necesario. Porque si otras cosas
que había llegado a saber en su vida
le produjeron inquietud, el descubrimiento de lo que hoy develaba lo llenaba
de tranquilidad, de calma necesaria, de placidez.
San Martín miró al
Ser que lo miraba y al momento vio a su aforismo en flor, ofrecido por esa rama
del árbol de su conocimiento.
El hijo de España
nacido en tránsito en América supo que había tenido tanto peso ese apellido
“del Ser” en nombre de los nombres, en
el de su madre en primer lugar, que
seguramente por eso había él terminado escribiendo esa máxima que lo
satisfacía.
Allí, en esa
situación en la que reconocía una y otra vez el momento en el cual el Ser debía
culminar en lo que debía ser, amaneció su cabal comprensión del que era en
cuanto a su gentilicio, gentilicio que le hacía justicia, y cuál era su
verdadera pertenencia nacional.
Si es por eso, nunca
tuve dudas que era español, pensó. Y, si se quiere, patriota y militar
argentino en cuanto he luchado para la
causa de ese noble pueblo y contribuido a la obtención de su soberanía
política, la del pueblo argentino entre otros pueblos.. Pero, no hay duda, de nacionalidad española.
El hijo de del Ser,
a esta altura General en Jefe de los Ejércitos del Ser, miró por la ventana, y
pensó lo que había pensado en otras oportunidades, que sabía que en cualquier lugar del mundo un hombre sólo
puede pertenecer a un pueblo, en todo sentido, si tiene como mínimo tras suyo dos generaciones, las de sus padres
y las de sus abuelos también nacidos en el lugar.
San Martín reanudó la Ceremonia del Mate en
ese tiempo en que las presuntuosas úlceras parecían haberlo abandonado o
encontrarse en un estado de incapacidad generalizado. Y continuó: Debían ser dos las generaciones
precedentes del natural de un lugar,
porque a más de nacer en un lugar determinado debía tener la sangre y tener el espíritu
de ese pueblo si pertenecían al mismo, si eran de ahí. Para ello era
preciso que fuese hijo de quienes fueran hijos del lugar y que, a su vez fueran
hijos de nacidos en ese suelo.
Sorbiendo el caldo
de su yerba convino en que la
Identidad y sus formas de aparición y conservación eran las
mismas en cualquier lugar del mundo. Tres generaciones consecutivas, al menos,
en un lugar para tener derecho a decir que se era de allí.
Mis padres son
españoles, continuó, hijos y nietos de españoles, de Palencia ambos, que
marcharon a América donde nací. Yo estuve 5 años en el Nuevo Continente, y a
esa edad mis progenitores quisieron que me educara como español, y así fue que
de muy chico nos volvimos a España, ingresé al Regimiento de Murcia. Pasé 29
años en España, y recién entonces volví a América. Y volví por lo que quise
ser, por lo que hube proyectado.
El Jinete de dos
mundos acompañó a la bombilla en la
entrega de su correo de Mate. Le haría todo el honor que fuese necesario a ese
chasqui de yerba. Chupó y continuó
ordenándose mentalmente.
¿Qué podría ser él sino
español? Siempre lo he sido pero, me marché de España. ¿Por qué me marché de
España? ¿Por qué participé de las luchas
de los pueblos americanos que buscaban su independencia de España siendo
español?
Bueno, ese es el
tema de mi vida. Es el rumbo que le di a mi existencia creyendo que la
resolvía, pero no. Es cierto que los éxitos fueron muchos, las banderas
obtenidas y las medallas colgadas, pero nada de eso hizo a la necesaria paz de
mi Identidad.
¿Quién se tomaría
el tiempo y el trabajo de cuestionarme cuando yo, sabiendo más de lo que decía,
afirmaba: Nací en Argentina, que era cierto, era un hecho, como también lo era
que el simple acontecimiento de ver la luz en un lugar del mundo determinado no
hace a nadie perteneciente al pueblo del mismo.
Ahora bien, ¿a
quién le interesan esas puntualizaciones? El tipo vulgar dice: Nació allí y es
de allí. Y eso es un disparate.
Y otra cosa,
sabiendo que los españoles tienen de mí la peor opinión puedo afirmar que
pasarán los años, un siglo, dos, antes que un argentino haga público un
juicio negativo o dudoso sobre mí
apoyándose en mi traición a España. ¿Tomarme por mercenario? Ha sido tanta la
gloria que Dios me permitió acercar a La Argentina que la cuestión moral, si a alguien le
interesa, queda para más adelante.
Sí, en aquel
entonces volvía a América embarcado en una falacia que me servía: Que esa
tierra fuera mi patria, también sabía que no se escupe la mano que nos da de
comer. si en mí estuvo alimentar la
libertad de los argentinos, estaba a cubierto de cualquier cuestionamiento.
¿Cómo se expresaba
mi máxima por entonces? ¿Cuál era ese que debía ser yo, en aquel momento y de
allí en más?
Es posible, se
siguió diciendo San Martín, que el Ejército, la milicia, ser soldado, fuera la
respuesta que mejor respondía a la
pregunta “¿Deber que?”. Todo en el Ejército es lo
debido que halla su justificación al
cumplirse. Para mí ser español fue ser soldado, y ser soldado fue ser el que
debía ser.
A los cinco años,
al viajar a España mis padres me dijeron que esa era mi tierra, aunque yo ya lo
sabía. Por ser ellos españoles. Todo nuestro aire, nuestro estilo, nuestra
idiosincrasia familiar era española.
Mis padres
apreciaron y respetaron siempre a los argentinos, de ahí quizás aprendí yo a
valorarlos, pero nunca se olvidaron de su nacionalidad.
Argentina era un
lugar en el mundo, de paso para el trabajo de mi padre en un momento dado, también lo era para el resto de mis hermanos,
creo que me empreñé en tomarlo por más de lo que era.
Volví a España para
formarme como hombre, como soldado, porque en ningún otro lugar podía educarme
en lo que me correspondía. Y si España corría riesgo de perder sus colonias en
América, que yo tuviese mi carrera encaminada. Y, llegado el caso, luchara para
que las siguiera manteniendo.
Es posible que
visto desde afuera, quiero decir desde otro lugar que el de los argentinos y
los americanos en general, que me han concedido su favor y su reconocimiento,
mi persona pueda pasar por la de un traidor a España.
Eso es algo que
arrastra mi alma desde siempre, desde que arropé la hipótesis de la “doble
moral”, esa bajada del filósofo Averroes, de la “doble verdad” a mi vida.
El antiguo Cadete
del Regimiento de Murcia sorbió lentamente su Mate americano en su suelo
europeo. Nunca, continuó hilvanando su reflexión, me movió sentimiento alguno
contra España. Ni falta que hacía. Dios no lo hubiese permitido, simplemente me
pareció que podía ser útil en la
independencia de pueblos americanos, los
que ya estaban en condiciones de hacer su propio camino en la Historia, que la fuerza
de las cosas tarde o temprano terminaría imponiendo.
Bueno, todo eso
enganchado a la posibilidad de continuar mi carrera militar por otros medios,
delicados medios es cierto, e ir más allá de lo hecho en Arjonilla y en Bailén.
No. No voy a
discutir sobre esto. No pondré en cuestión mi elección, ese punto de inflexión
en mi vida que fue el viaje a América, para el cual la teoría de la “doble verdad” me ha asistido con su
generosidad a lo largo de mi vida. Creo que desde que tomé esa decisión, siendo
por entonces bastante chico, le até a mi elección la idea de no volver nunca
sobre el asunto, es decir, no brindarme posibilidad alguna de modificarla. Y
así lo he hecho hasta hoy, y moriré con esa misma determinación.
Pensando esto San
Martín juzgó que no había sido del todo justo
con él, ya que en numerosas oportunidades la resolución de su encrucijada existencial
lo había ocupado.
Prueba que España
nunca ha sido vista como enemiga de esos pueblos, siguió reflexionando, era que
ni un ápice de la cultura, de la influencia sabia de España en las artes y en
las ciencias y en la idiosincrasia de los mismos se ha debilitado en absoluto.
Se había ido fortaleciendo, por el contrario.
A nadie se le
ocurrió en razón de la independencia de su país americano incendiar los templos de ese Dios que los
españoles dieron a conocer a los criollos, ni prenderles fuego a los institutos
de educación creados por España en esas tierras, nobles casas de Educación, ni las escuelas ni las bibliotecas ni las
universidades, todo lo contrario.
A nadie se le pasó
después de una noche de alcohol cambiar el nombre con que nacieron ciudades americanas,
desarrolladas, humanizadas, socializadas
por nosotros los españoles, muchas de ellas homónimas de ciudades españolas. Y
como una suave tristeza se instaló en su alma.
El parto de la
libertad, siguió diciéndose San Martín, de los dignos pueblos americanos ya se
producía, estaba a punto, y mi espada ayudó a cortar ese cordón umbilical. Es
cierto, pude no estar. Pero estuve. Las simpatías que me ganara entre los
argentinos por mi actuación militar nunca fue la contrapartida de ninguna clase de odio o enemistad o de reclamo
a España.
Pueda ser que
hubieran conflictos con la
Iglesia, pero la Iglesia no fue España
aunque existió por ella. Hubo tironeos pero no odio, que los ha habido en todo
tiempo y en todo el mundo, pero nunca como muestra de un encono dirigido a
España.
Hoy veo como
natural y absolutamente posible que los argentinos de entonces a mi llegada,
recelasen de mí. ¿Quién era ese español desertor? ¿Estaba en verdad del lado de
los argentinos? ¿Por qué razón? San Martín sabía que eso del “amor a la
libertad” era algo que se prestaba a las mayores mentiras. ¿Qué libertad? ¿La
libertad de quién? ¿Para qué?
Aún después de los
triunfos militares más resonantes que Dios me permitió obtener en las luchas
por la Independencia
percibí recelo de parte de muchos argentinos. Recelo que no fue un hecho
aislado, y que no se debió sólo a la envidia
que ha habido siempre en todo tiempo en los seres humanos. Sino a lo
difícil de sostener una posición como la mía.
¿Un soldado del Rey
que se daba vuelta? ¿Haber defendido su bandera por más de veinte años y, de
pronto, darle vuelta la espalda, por decirlo de una manera elegante?
Inspiró hondo,
retuvo unos segundos el aliento y fue dejando salir lentamente el aire de su
boca. ¿Le quedaban cosas por hacer en esta vida?
Evidentemente la
mañana avanzaba a paso un poco más lento
que sus reflexiones. Hasta allí había considerado distintos asuntos, y no
precisamente los más sencillos, con algún detenimiento, y el sol estaba lejos
de haber subido demasiado. Pensaba en silencio en un día agradable. No sabía si
le quedaban cosas por hacer. Le parecía que si alguna le faltaba no era de
mayor importancia.
Había arriesgado la
vida muchas veces como arriesgan su vida los soldados, y había podido luego contar el cuento. Tal
vez no fuese comprendido por la gente, en razón de lo difícil que le resultaba
a cualquiera adherir a su posición de vida.
Decir que estaba
solo era muy poco. Pudiera decir que ahora parecía filtrarse una soledad
distinta.
Ya que estaba, San
Martín decidió concederle entonces, nuevamente, la palabra a la Filosofía.
Volvía a ver que el
Ser, por ser lo que era, no pedía aquiescencia ni asentimiento de nadie, no reclamaba anuencia
ni consenso de nada para ser. Y eso no estaba mal Le pareció que hablaba de un
Ser como se habla de un Jefe.
En el ámbito del
Pensamiento su máxima recién escrita era un concepto delicadamente bordado,
como las puntadas de una conquista.
¿Y no era el
Pensamiento, en sí mismo, un conquistador? se inquirió agudo y preciso. el
español que volviera un día su espada contra España.
En la mañana belga
de las revelaciones se le hacía que el Pensamiento era como un Hernán Cortés, un gran Hernán
Cortés del Espíritu.
Instintivamente,
como produjera su máxima de un tirón y conociéndola a medida que la sacaba de
lo que no era, el General volvía a dar con puntas de conceptos, resoluciones
completas de ideas, como persianas de conceptos que se abrían al sol de esa
mañana.
A través de una de ellas pudo ver que el Ser
era propiamente, si se le permitía, como
un Golpe de estado. Ese Ser que lo tenía entretenido en su reconocimiento, su alcance, su
importancia.
Día de revelaciones
que se sucedían a sí mismas en el aniversario de San Lorenzo, combate al que
guardaba un querido recuerdo por distintas circunstancias. La primera de ellas,
porque en la oportunidad se le había vuelto a acercar la Muerte, tal vez demasiado
cerca y, también porque aquel combate
había sido consagratorio para la
formación de caballería que él creara.
Día de revelaciones
amanecidas con la máxima que escribiera,
“Serás lo que debas ser…” ironía si
las había, a una mujer: Su hija. ¿Qué podía entender ella de la misma? ¿No era
acaso el Pensamiento un atributo masculino?
Y en esa
precipitación de vislumbres conceptuales ahora
veía que podía considerar al Ser, según se le acababa de presentar, en su manifestación propia como un
Golpe de Estado. Como uno de esos movimientos de efectos políticos que llevaban a cabo grupos de poder civiles o militares,
para hacerse de los destinos de una ciudad, de una nación.
En este caso que le
cabía el Ser había pasado, en cada ente y para que este fuera, del estado de
inexistencia al estado de manifestación.
El soldado de dos
clarines captaba, en la mañana de las novedades, que todo lo que existía en el
universo tenía ese carácter de Golpe de Estado, el de ser de facto, el carácter
extremo de sí para ser.
Era evidente que su
máxima no había salido de nada Entre
mate y mate la analizaba cuidadosamente en su irrupción, esa manera de imponerse
sin atenuantes que tenía el Ser, y no ya la forma concluyente de su contenido. Vio
también con toda nitidez en su “Serás…”
esa “caducidad del término medio” que ella expresaba. Veía que su idea de
democrática no tenía nada, gracias a Dios.
“Serás lo que debas ser…” tenía un origen
y una causa evidentes. El origen había tenido lugar en su entendimiento. En
cuanto a la causa, se hallaba en el Orden natural.
La puerta que San
Martín abriera con su aforismo y que traspusiera muy poco después con las finas
preguntas y respuestas sucesivas que se iba
dando lo llevaban, comedidas, como a un
jardín amplio y florido de expectación que limitaba en sus fondos con el campo
abierto en el que se perdía su mirada. La inmensidad del pensamiento posible.
Su “Serás lo que debas ser…”se le aparecía
ahora como intolerante. Buenamente, inexcusablemente intolerante.
En el “Serás…”, no había búsqueda de
aquiescencia del destinatario de la máxima, ni asentimiento ni consenso alguno
para cumplirse. No había duda de ello, el Ser mismo era intolerante.
Intolerante como el
deseo, le escuchó decir a su entendimiento
de fiesta el General de regreso de su periplo de vida.
La idea
“intolerante como el deseo” le pareció un lujo de concisión.
En lo que pudiera
referirse a experiencias morales o intelectuales de las cuales llegaran a
depender avances de conciencia, al Jefe
de los Granaderos a Caballo le gustaba no perderse pisada. Y, puesto a prueba,
tirar parejo hacia delante siempre un poco más. Que saliera, para ver, todo el contenido
de una idea.
El militar, en
tratos desde hacía tantos años con el pensamiento de Averroes, reconocía que si había algo en el mundo de carácter
vehemente en su solicitud de satisfacción, eso era el deseo. ¿Porqué decía
esto? Porque desde su propia experiencia,
que tenía presente, creía que los vientos del deseo lo habían empujado, una y
otra vez, a determinadas respuestas que retrasadas en el tiempo lo ponían
realmente nervioso llegando a alterarlo
Se refería al deseo
de obtener este o aquel resultado militar, por ejemplo, en la planificación de
una táctica para una batalla determinada. En la obtención de datos de
inteligencia sobre movimientos del
enemigo. El deseo, pensó, era como el amanecer
de la sed y el hambre de algo, que se
manifestaba por y como necesidad.
Y volvía a lo que
sabía por acabarlo de saber, y comprendía mejor ahora: El Ser era deber.
¿No era eso lo
primero que había comprendido en la vida instintivamente, antes de iniciarse
como Cadete en el Regimiento de Murcia
“El Leal” ¿No era eso , que el Ser era deber, con la mano en el corazón, todo
lo que sabía en la vida? ¿No había surgido de allí naturalmente mientras dormía
esa máxima que esperó que él despertase
para que la escribiese?
Se formuló esta
pregunta: ¿Se debía amar el deber, su cumplimiento, o el deber del hombre era
amar antes que nada? ¿Amar? ¿Amar qué y
para qué?
El mate humeó en su
diálogo interior, apareciendo en el umbral de su intuición una certeza sin
vueltas que le proporcionó gran comprensión al tema, se dijo: Tampoco el
Amor era en verdad amor. O, dicho de
otra manera, lo que se creía de él.
Nuevamente respiró
hondo, sonrió apenas y agregó para sí: Lo que une al hombre a la mujer, lo
estaba viendo, no es el amor sino el deseo. Lo que pasaba comúnmente por “amor”
era una exterioridad que ocultaba en su alma a otra.
Lo que el mundo
llamaba Amor, pensó San Martín ganado por la especulación intelectual, aquello que los trovadores y poetas cantaban
desde tiempos inmemoriales no era precisamente eso. No era lo invocado. Versos, cumplidos, flores, las palabras de ocasión que no eran
más que el dar vueltas, aproximarse, medir la distancia para saltar sobre la
hembra llegado el momento.
Algo ocurría en San
Martín porque sobre el tema había pensado muchas veces, habiéndolo hablado con
muy pocos.
Lo que pasaba por
Amor, no era tal. San Martín lo tenía en el lazo: El Amor era un simple
merodeo, un acechar al objeto amoroso. Lo tenía: El Amor era el merodeo
sentimental del deseo.
Estaba bien, era
eso que era, y nada más. ¿Lo demás? : Hojarasca.
El deber ser del “Serás…”, el Ser, el nombre de su madre,
y ahora el Deseo. Por un momento San Martín creyó que estaba para todo en
cuestión de respuestas que pudieran exigírsele. Y cuanto más avanzaba en sus reflexiones ese 3 de Febrero de 1825 en
Bélgica, mejor se sentía.
“¿Qué deber debía
cumplirse en el Amor”? se preguntó. Y al instante tuvo la respuesta antes de lo
que él mismo esperaba: “La satisfacción del deseo.”
Ahora veía que esa
“drasticidad” que se manifestaba una y otra vez en el Ser, ese imponerse como
tal al aparecer en el mundo, era lo que
cohesionaba a las cosas en su propia entidad. ¿Alcanzaba esto al tema del Amor?
En principio, pensó, el amante debía ser quien diera satisfacción a su deseo, y
al deseo de ambos. Eso era lo primero, sin eso todo se caía.
El deseo era al
hombre lo que la “drasticidad” era al Ser. Pensó ese San Martín sin úlceras,
sin acoso reumático alguno, llevando flores a la tumba de su asma. En
cuestiones de Pensamiento no le tembló en ningún momento la mano que sostenía
el sable de su Entendimiento.
“El deseo es al
hombre lo que lo drástico y lo extremo es al Ser” repitió sin trastorno
digestivo alguno, apretando el sable corvo del concepto recto el Vencedor de
los Andes.
Sorbió ese mate
lentamente y hubo como un algo que se le movió en el estómago, sin llegar a ser
el ruido de los muebles cambiando de lugar pero registrándolo. Fue al pensar
fugaz en España.
La sucesión de
ideas que le bajaban en cascada por la mente esa mañana le volvían a traer
ahora una cierta nostalgia de su
verdadera tierra, la tierra de su Identidad, la tierra de sus padres, sus
abuelos y de allí hasta el Cielo.
Hoy se encontraba
en Europa, en Bélgica, de regreso de su carrera por América, había regresado a
Francia, a Inglaterra a otros países que no eran España.¿Podía acaso volver
después de haber combatido contra ella que lo había forjado soldado, Oficial?
Todo lo que era
gloria sudamericana era traición española, pensó
El General miró el
papel donde había escrito hacía minutos
la máxima a su hija, y volvió al lugar por el que había pasado
anteriormente:
Mi deber en la
vida, se dijo retomando su reflexión activa, lo que he debido ser, eso fue siempre la carrera militar. Avanzar
todo lo posible en ella, profesionalmente hablando. Y si estaba de Dios,
trascender. Hizo una pausa y agregó para sí: Me parece que todo esto, algún
día, debiera dejarlo por escrito,
debiera guardarlo para volverlo a leer.
Me cuesta creer lo
que he aprendido de mí mismo en estos
pocos minutos de la mañana del 12 aniversario
del Combate de San Lorenzo. Y digo que he aprendido de mí porque es así, no lo
sabía y no lo he tomado de nadie, lo he
aprendido de mí mismo.
El hombre caminó
unos pasos por el lugar y al mirar por la ventana hacia el extenso jardín de su casa pensó lo diferente de esta
situación que se daba: Había aprendido de lo que se enseñaba. Puedo decir,
continuó, que no recuerdo nada que se le parezca en tantísimas veces que me he
planteado otras cuestiones. Algunas con el objeto de analizarlas simplemente, y
otras para hallarles una solución.
Reconocer que
ignoraba totalmente que algo así pudiera darse en una reflexión, como fruto que
vendría a corresponder al desarrollo que
pudieran obtener algunas ideas impulsadas por uno mismo en nuestro propio
entendimiento.
No sé porqué sentí
la necesidad de escribirle esta máxima a mi hija. Mi acción no respondió a
deducción alguna. Fue como si de pronto me dirigiese a un cofre y sacase algo de allí guardado-
Con esta salvedad: Sabía que debía tomar aquello y darlo a conocer, pero
ignoraba qué era. Qué contenido guardaba.
Tal vez la forma de
funcionar del Entendimiento consista en ir llenando su propio recipiente
evidencial, su saco conceptual, y cuando esto ocurre motivar al sujeto a que
tome conciencia de ello.
Ahora que lo
pienso, pudiera no ser mi hija la verdadera destinataria de ese pensamiento,
tal vez sea para todos sin distinción de afecto o proximidad familiar. ¿Lo escribí para el mundo, para aquellos que no me conocen personalmente
ni los conozco a mi vez, que nunca nos lleguemos a ver, como si al decidir esa
máxima por escrito hubiese colgado del viento algo que de pronto me urgiera la
conciencia?
Me siento
luminosamente, placidamente solo, pero en nada solo de mí. Nunca me he faltado,
a decir verdad.
Bien, después de
escribir eso, lo estoy viendo, comencé a caminar lentamente por el sentido que
le reconocía a la máxima de mi autoría. Y una comprobación siguió a otra, todo
sobre un fondo de sorpresa, algo que sabía y algo que no tenía idea que sabía
se fue elaborando, fue surgiendo como brotando de esa tierra sembrada en algún
instante por otro concepto Así se fueron poniendo delante de mí sencillas
certezas como cerrándome el paso cortésmente .
Tuve la sensación
de ir siendo llevado por el desarrollo que yo mismo proponía. Pero no porque lo
hubiese pensado de antemano, no, fue como seguir una huella, como precipitarme
tras una visión, perseguir un olor, un dato, reconocer una presión sobre mi
alma y entonces sí, encaminarme naturalmente como llevado por mí mismo de un
tema a otro obteniendo hallazgos que todavía me sorprenden.
Sin lugar a dudas
en este día he aprendido de mí mismo, de lo que me he ido enseñando en un
modesto vértigo de novedades. Por primera vez. Quién soy. Quién debí ser. ¿Qué
hubo detrás de mis intuiciones, decidiéndolas?
No es que nunca
haya pensado en el Ser, que de hecho tantas veces ha sido objeto de mi fugaz
reflexión, como lo ha sido el principio de las cosas. Pero de un momento a otro
me encontré haciéndolo con una propiedad y una justeza a la que no le reconozco
antecedentes y que me ha servido. En algún momento me detuve en cómo se acomoda el Ser en cada
cosa o, por mejor decir, cómo cada cosa se acomoda a su Ser. Lo que en el ser
humano es fundamental. ¿Me estaré por morir? ¿Será la lucidez postrera?
Y ahora pienso que cada vez que el hombre se acomoda a su
Ser, es lo que debe ser. Digo, en relación con el “Serás…”
Porque las cosas,
siguió el desterrado, son lo que son porque les va un Ser. Y cómo en el Orden
natural que nos rige, en el Orden natural que nos movemos hay una suerte de
obligación tácita que las cosas sean lo que son y no otra cosa, y en los
hombres viaja desde que llegan a este mundo, mandatos. O por decir mejor, un
mandato: Ser aquello para lo que se ha nacido.
Tal vez ese sentido
innominado, aquel que tantas veces lo alertase de un peligro del cual no había
tomado conocimiento, el mismo que en oportunidades le inquietaba el corazón
moviéndolo en su interés como un perro
que iba y venía en busca algo, ese sentido anónimo y veraz le dio a
entender en ese momento porqué había hecho algunas cosas, como escribir la
máxima, y otras de alto contenido existencial como fuera su camino militar en
su camino de vida.
Sí, en algún lugar
suyo el Entendimiento había completado
las evidencias que, en este caso,
se convertían en aforismo, en sentencia, y pensamiento cátedra.
San Martín, este
hombre que se parecía mucho a un español que se reencontraba después de largo
tiempo con el que era, movió la bombilla y cebó otro mate. Y se dijo: También
ha caído en este patio interior de mi mente la cuestión de las enfermedades.
Que bien sé lo que las enfermedades son, vaya si las he padecido, pero que
después de notar al pasar que hacía tiempo que no me acometían veo, como si
fuesen pájaros de un alero de una casa de ideas, descubro entre ellas dos o
tres nociones nuevas.
Espero que las
enfermedades no volverán a levantar vuelo, ya no como antes.
En este mismo
momento, como cruzando a paso rápido mi Conciencia, algo me hace pensar que
analizar las cosas en su propiedad, en su dificultad conceptual pareciera
aliviar la presión de los problemas en
el hombre. Y en mi caso, de mis enfermedades.
Me pareció ver, no
es que lo tenga probado, que de haber detenido al pasar ciertos pensamientos,
tratando de analizar en ellos las causas de mis dolencias, eso hubiese
contribuido a aliviarlas.
Y de pronto, después de esa cosecha conceptual
infrecuente, que fue desde el tema de la Identidad hasta España y desde mis enfermedades a
La Argentina,
descubro que el apellido de mi madre es “del Ser”. Cosa que sabía y no sabía.
Cuarenta y siete
años, pensó sorbiendo la infusión americana, repitiendo del nombre de mi madre,
“del Ser”, y hoy empiezo a conocerlo, bendito sea Dios, empiezo a tratarlo, a
tomarlo por algo real. Cargado de una extraordinaria significación que nunca
había advertido.
Poniéndose de pie,
el hijo de su asombro y de Del Ser pensó que daría una vuelta a caballo.
Seguramente que camino del potrero seguiría dan vueltas las páginas de su
pensamiento.
Tomó el mate,
sorbió por última vez dejándolo sobre la pequeña mesa que tenía cerca de su
escritorio a tal fin. Nadie podrá negar que hoy
abrí caminos, que traspuse
umbrales sutiles, que hoy me he asomado a escenas que nunca antes había captado,
pensó, y entonces se me atropella algo que siempre estuvo allí cerca de mí, como
si me comenzara a soplar la nuca de la
conciencia: La cuestión de mi Identidad.
Es un hecho que en
esta mañana en que bajaran en cascadas conceptuales aguas de mi Identidad, también
lo han hecho esas otras aguas, diáfanas y delicadas, las aguas de la fidelidad.
Hablo de mi fidelidad con lo que me hace ser el que soy, con lo que me ha hecho
ser el que soy: Mi espíritu y mi sangre, que son las de mis padres, el espíritu
y la sangre española.
Ahora leo en mi
entendimiento sin borrones ni tachas a qué cosa le he sido fiel en la vida, a
qué cosas no, y el porqué de todo ello.
Sí, sobre todas las
cosas he sido fiel conmigo mismo. también en el error. Aunque siempre
malicié que al tomar el camino que tomé
algo se malograba a pesar de todos los
triunfos.
Siempre
consideré que mis padres harían y desharían
según les pareciera en la responsabilidad omnímoda de mi educación que les
cabía. Lo que ellos pensaran para mi era lo que debía ser.
Veo que mi padre
viajó a América en la resolución del
proyecto de sus días. Por su trabajo. Luego viajó mi madre, uniéndose en
matrimonio años después, para servir de la mejor manera al Rey de España y del
modo más provechoso a sus intereses personales. En América, en Argentina, mi
padre fue funcionario de España sirviendo en distintas funciones
administrativas.
Yo nazco en
Argentina y mi padre, a mis cinco años, mi padre decide la vuelta a España. Y, vuelto a su tierra, nuestra tierra
familiar, se ocupa entre otras cosas de mi educación, enganchándome a los once
años en el Regimiento de Murcia.
Esta parte de la
historia la recuerdo bien. Yo debía ser soldado. Deseaba ser soldado.
Anoticiado de mi inminente ingreso en el Regimiento comprendí que mi padre
había leído en algún momento mis sentimientos, mi inclinación natural. ¿Por qué
me gustaba ser soldado? Me gustaba, eso era todo.
Soldado del Rey,
vestir el uniforme de España, hallar mi camino en el camino real me parece hoy
una obviedad. Siendo español ¿a quién iba a servir? ¿A Napoleón? ¿Acaso a alguna nobleza extranjera? Imposible. Sin
embargo ese “imposible” se marchitó, y priorizando otro lugar para mí en el
mundo, puso mi interés por ascender por sobre mi lealtad.
Todo lo que vino
años después cuando viajé a América en el año 1811 no agregó ni restó
absolutamente nada a mi Identidad, a mi condición de español. Pero sí demandó
de mi aceptar cosas que antes rechazaba.
Yo sabía que al
viajar a América con el grado de Coronel con el que España me honrara estaba
dando vuelta la espalda a lo que pudo esperarse de mí.En el mes de Septiembre
de 1811 el Rey me concede autorización para viajar a Lima, amparándome en mi
fuero militar y por lo tanto con derecho a usar mi uniforme.
¿Iba a servir yo a
los mandos de ilustres guerreros que combatieron en América por España como el
General Joaquín de la Pezuela,
el General Rafael Maroto, el Comandante Mariano Osorio, el Comandante Diego O’Reilly
o el Capitán General Mariano Ricafort, o al mando del General José de Canterac,
el Mariscal Miguel de la Torre
o el Brigadier Jerónimo Valdés? No, decididamente, no.
Cuando solicité el
permiso yo sabía que ya no iba a luchar más con ellos.
Todo esto que era
de una gravedad inaudita, yo la hacía
pasar al cuarto no queriendo tratarlo como tal. Debía darme una oportunidad de ascender
militarmente por otros caminos que los previsibles, de un modo excepcional si
se quiere. Yo me valía de mi nacimiento en Yapeyú para justificar lo que a mis ojos nunca se
justificó.
Hasta ese momento
había puesto en riesgo mi vida sin reserva alguna en las acciones militares en
las que participé desde los quince años, y lo hice por España, para España y
con España.
José Francisco de
San Martín y Matorras inspiró hondo y
largo. Bajó hasta los bordes inferiores de su estómago el recuerdo que traía de
tiro y al paso. Eran las cosas más importantes de su vida en las que se venía
deteniendo enhorabuena,
Se miró brevemente
en su memoria y siguió adelante.
Por entonces, año
1811, él había decidido rumbear hacia
otros horizontes. Horizontes de amor y odio en juego desconocidos para él hasta
entonces. ¿Con quién hablarlo? Con nadie.
¿Cómo un soldado
español de vasta campaña profesional, con grado de Coronel y distinciones ganadas
en combate, podía volver su sable contra su casa, contra quien lo formó y lo
honró como militar, luchando contra ella, traicionándola?
El hombre que bebía
esa bebida argentina en Brusela en el trece aniversario del Combate de San
Lorenzo, que había formado el Regimiento de Granaderos para combatir contra España,
miró por la ventana. Tal vez se viera pasar en algún momento por allí como se
veía cruzar por su mente. Lo que hice, pensó, y lo volvería a hacer.
El hombre de la
reflexión histórica hizo una nueva pausa y caminó unos pasos por el lugar
tenuemente iluminado por el sol mañanero.
Nunca se me pasó
por la cabeza que yo fuera argentino, se dijo.
Sabía que nadie
pertenecía a un pueblo por ser la
primera generación nacida en el suelo de un pueblo, menos, por haber estado en tránsito con sus padres.
Pero cuando decidí continuar mi carrera militar en América conté con ese recurso
providencial e invalorable: Había nacido en La Argentina.
José Francisco de
Yapeyú caminó solo como venía estando desde que tenía memoria los sorbos de ese
mate.
Volvió en ese
momento a la cabeza de ese viajero de la Identidad el tiempo aquel en que conversando con
sus camaradas en el Regimiento de
Murcia, o escuchando a su padre en su casa tomaban protagonismo nombres del orgullo
de España, de la gloria de España y de la Humanidad.
Nombres que a él lo
seguían conmoviendo: Blas de Lezo, El Cid Campeador, y los nombre epopéyicos de
los grandiosos conquistadores:
Juan de Salazar, Domingo
Martínez de Irala, Vasco Núñez de Balboa, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid,
Andrés Niño. Gil González Dávila,
Francisco Hernández de Córdoba, Diego Losada, Diego de Ordaz, Juan
Sedeño, Diego de Almagro, Hernando de
Soto, Rodrigo de Bastidas, Pedro de
Heredia, García de Lerma, Pedro Fernández de Lugo, Gonzalo Jiménez de
Quesada, Pedro de Valdivia, Juan Díaz de Solís, Sebastián Caboto, Pedro de Mendoza, Francisco
de Montejo, y claro, Martín del Barco Centenera, Hernán Cortés, Francisco de Pizarro, Ortiz de Zarate y la
larga lista de aquellos que sacaron lustre al coraje en las noches más oscuras
de la adversidad e hicieran tremolar la Bandera de España bajo el cielo de los espíritus.
Se emocionó un poco
viéndose muchacho, vio su empeño silencioso por ser el que debía ser, como
buscándose en el tránsito de dos continentes. Ser soldado, bajo el sol de esos
ejemplos había sido su vida.
Decidió salir.
Al abrir la puerta
de su espaciosa residencia belga, que daba a un jardín amplio en cuyos fondos
se hallaba el potrero con algunos caballos, creyó escuchar la música de una
fanfarria.
Tal vez un día ese
Combate de San Lorenzo del cual hoy se cumplen años , tenga una marcha que lo recuerde. Fuese uno a saber.
Y así como al
correr de sus pensamientos en esa mañana evocativa se habían ido trazando líneas para efectuar
cuentas que iban incorporando su
resultado a lo que continuaba pensando, tuvo la sensación que algo en él había
trazado una raya final.
Ahora sabía por qué
había escrito “Serás lo que debas ser, o
no serás nada.”, y con qué objeto.
El mundo debía
regirse por el deber.
Nada escapaba al
mismo, y lo más importante en su vida había sido testimoniar que su existencia había estado regida por ese
principio.
Tuvo presente que
cuando arrancó hacía muchos años de correr con dos lealtades, supuestamente
justificadas por razones geográficas de nacimiento y biológicas familiares,
sabía que iba muerto.
Que cuando en su
alta mar de Identidad adhirió a la “Doble verdad” de Averroes, supo que era
para ganar tiempo, en un tiempo perdido de antemano.
Entonces se
precipitó en la Conciencia de José
Francisco de San Martín y Matorras del Ser un irrevocable y exacto resumen de
su vida.
Se dijo escuchando
en ese instante su voz:
-Lo militar fue
brillante. Pero lo moral, fue atroz.
Córdoba de la Nueva Andalucía, 8 de mayo, NTRA SRA DE
LUJÁN, de 2012.
Gspp *